Itacario - Día 60

Itacario - Día 60

La puerta se cerró y la mano no tenía que estar allí. El ruido fue grotesco, como una masa de hojaldre al chocar contra la encimera. La mano no tenía que estar allí. Todos oímos más claramente el aliento crispado y el grito que se ahogaba antes que el estruendo pegajoso de aquel chelo cayéndosele de las manos. Todavía hoy me impresiona esa manera de interiorizar los códigos de un concierto, esculpidos como un bajorelieve en la rutina del músico: María estaba entrando al escenario cuando pasó el accidente y no gritó porque estaba entrando en el escenario en el momento del accidente. Se me desmayó casi en los brazos cuando se soltó la mano y la puerta hidráulica dio un portazo sin memoria, como si nada hubiera pasado. El instrumento caído quedó en el margen derecho de la escena, a la vista del público, como un bodegón extrañamente macabro pintado por De la Tour.

El resto de los músicos no sabía si seguir saliendo o pararse. Toda su sección —menos el solista, que ya estaba sentado en su lugar— se quedó petrificada en bambalinas, sin poder dar un paso. Qué impertinente es el miedo. «¡JoderJoderJoder!»; no se me ocurrió nada menos precario. El director miraba hacia el hombro derecho del escenario por el que había de salir el resto de la sección y, tras dos minutos ingrávidos, levantó la batuta y empezó con Coriolano de Beethoven, con una sección de violonchelos formada por un chelista y seis sillas vacías. Eso me lo contaron, porque yo entonces llevaba a María en volandas hasta el coche, desvanecida y con los dedos atrapados todavía en la crin despeinada del arco roto. Parece que los trompetazos súbitos de los primeros compases de la obertura revolvieron el estómago a todo el viento-metal de la orquesta, que había presenciado involuntariamente el accidente en primera fila.

El concierto tenía un aforo esperado de menos de mil personas, lo habíamos anunciado hacía apenas quince días, así que no contábamos con ambulancia ni médico en el recinto. Recuerdo la cara de incomprensión del vigilante, al verme pasar con María en brazos y su mano obscenamente girada como un colgajo de grasa que descarta el carnicero al cortar una falda de ternera. Mi puta cabeza, la que no se acuerda de los nombres ni los asocia a las caras de quienes me saludan, siempre hila de forma impertinente, cuando no debe, y me acordé de la escena de mano de Holly Hunter en el final de El Piano, y todo el ropaje laberinto de ella desplegado bajo el agua en el mapa sonoro de Michael Nyman.

Julia, su compañera de atril, se metió en el asiento de atrás del coche sin decir una palabra. No sé en qué momento ni dónde había soltado su instrumento porque cuando empezó a correr conmigo lo llevaba. Nos enteramos luego que lo dejó en el aparcamiento de atrás, sin funda ni nada, en pleno noviembre, aunque Julia dice que no se acuerda de nada de eso. Sí sabe que no ha vuelto a sonar igual desde que pasó aquellas horas a la intemperie, por muy Sevilla que fuese. Lo devolvió ya de madrugada el vigilante en una ronda nocturna. Puso en el informe que le pareció una sombra demasiado grande para ser un gato.

Desconozco la velocidad a la que pude ir por la calle Marie Curie camino al Hospital Virgen Macarena. La mano no sangraba pero estaba enorme, como una pezuña de cerdo de una película de Miyazaki. Semiinconsciente María tarareaba la música que sonó al arrancar el coche, Damien Rice y “The Greatest Bastard”, mientras el teléfono de Julia seguía sonando con las llamadas del resto de chelistas que ni se vinieron ni subieron al escenario, y que seguían hipnotizados a las puertas del accidente. Con la mejor de las intenciones Julia me ponía el teléfono en manos libres cerca del oído, y yo escuchaba un crepitar de voces con el “Adagio” del Concierto para violonchelo en Do Mayor de Haydn de fondo, con una orquesta patizamba sin chelos. En el ensayo general este movimiento fue tan bello... Le pedí que apagara el móvil y que les dijera a los demás de mi parte que salieran al escenario al primer amago de aplauso del público, o como tarde en la segunda parte, con la Cuarta Sinfonía de Schumann. Te juro que no lo hice por egoísmo de gestor, sino porque ocupasen su cabeza un rato y dejase de retumbar en sus oídos la masa de hojaldre.

«No corras, no me duele». El comentario de María me pareció aterrador y aceleré. Toda la Isla de la Cartuja parecía más abandonada que de costumbre. Estando una vez en San Francisco me contaron que la Transamerica Pyramid estaba construida sobre un cementerio de barcos, y pensé que el rascacielos era en realidad una especie de hijo muerto de un navío fantasma. Qué lejos le quedaba el mar. Aquel paseo nocturno era una segunda parte de aquello, mucho menos turística. Mientras, Tajabone sonaba en el mp3 del coche, qué ironía. Una música que cuenta la fiesta de los niños disfrazados y las comidas compartidas de aquel Senegal remoto y que canta con tanta añoranza Ismaël Lô. La armónica sonaba, se sucedían las farolas. Qué diez minutos más largos. Hit The Ground de Lizz Wrigth. Un semáforo. Otro. En el tercero María abrió los ojos, era pura palidez, y me dijo con una voz de papel: «Cuéntame algo bonito». Fue un automatismo, pero inmediatamente comencé a vomitar todo lo que había pasado esa mañana antes del concierto. Había llegado muy pronto al palacio de congresos y todo el staff técnico me recibió con una sorna considerable. Las sillas de la orquesta se habían perdido por el camino un par de días antes y tuve que improvisar el alquiler de unas de boda modelo palillero color blanco hortera. Si sumabas el rojo y amarillo de las butacas, el escenario parecía el amanecer del último día de charangas de un pueblo en verano. 


No había concha acústica, sino un sistema de micrófonos y altavoces que proyectaban una envolvente de sonido llamado pomposamente “Constellation”. Lo probaron lanzando un audio de Avishai Cohen, Alfonsina y el mar, por aquello de escuchar los graves del contrabajo. Alabé el gusto en la elección de la música, no tanto la acústica. Luego el autobús de la orquesta se había vuelto a Jaén sin reparar en que llevaba cuatro contrabajos amarrados en la bodega, y tuve que enviar tres coches a interceptarlo en mitad de la autopista y recuperar los instrumentos. Jaime, el Road Manager, había acuñado un término nuevo para todas las cosas que se nos estaban torciendo en esta gira de chirigota: la “girigota”.

No sé si María me escuchaba, pero le seguí contando que tres horas después estaba todo solucionado e íbamos Jaime y yo al ritmo de “Space Oddity” camino a comer algo al único sitio que nos habían dicho que estaba abierto por allí un domingo a las cuatro. El lugar era el patio del Monasterio de Santa María de las Cuevas, donde tenía su sede el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Cuando entramos, agotados de tanta zancadilla técnica, entramos en el paraíso: un chiringuito medio improvisado a la izquierda daba patatas rellenas, carne en salsa y sepia a la plancha; a la derecha, un grupo de jazz improvisaba en un pequeño escenario rodeado de bancos de madera y mesas para comer; y al fondo, en el patio, un grupo de bailarines hacían una demostración de Swing sobre el césped verde. Era imposible no sonreír.

Comimos lo que nos dieron. Escuchamos lo que nos regalaron. Movimos nuestros pies en alegre desconcierto. Aquello era el big-bang de la risa. Jaime y yo no intercambiamos una palabra, no fuera que descubriesen que nosotros éramos ángeles negros en aquella congregación de luciérnagas. Maple Leap Rag a lo Sydney Bechet en el patio, Let’s Call The Whole Thing Off en la jazzband y un lejano Herman Düne se intuía en el chiringuito. Qué reencuentro con la esencia del porqué nos dedicamos a esto. No es por arte mal entendido, ni por ser yonquis de la intensidad. Es por esa sensación de festividad que nos queda tan remota, de encaje con el mundo que no pasa de ninguna otra forma excepto cuando estoy contigo y Just Like Honey nos arropa. Es esa armonía en el sentido etimológico del término: “juntar una cosa con otra en un orden placentero”. Qué plenitud, aunque fuera ajena.


Honestamente felices, con la mirada llena de harina, de suciedad en las rodillas y del parpadeo de los zapatos de claqué, nos fuimos camino a nuestro concierto. Aún era pronto, faltaban un par de horas. Al arrancar el coche de vuelta acabó de sonar Bowie y empezó The Greatest Bastard. «Qué inapropiado, pensé», no iba nada con el momento. Lo apagué y sonriendo me giré hacia Jaime: «¡Va a ser una gran noche!».


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