Parque desamparo


Cada mañana, os veía salir dubitativos del portal.
A ti más que a ella. Tú mirabas la acera como si aquello fuera una enloquecida noria y se podía intuir el vértigo en el agarrotamiento de tus manos. Ella, con la paciencia inaudita y la mansedumbre de los años, te cogía del brazo y te zarandeaba un poco hasta que bajabais el escalón del portal.
La gente os adelantaba por ambos lados, porque a vuestra velocidad se podrían contar las junturas de los adoquines del empedrado. Tan concentrados ibais que en cuatro años ni una sola mañana levantasteis la mirada y me visteis enfrente, pintando. Al llegar al semáforo, él levantaba la vista y le echaba un vistazo casi con reverencia a la luz roja con el simple muñeco tiritando. Ella, útil, resuelta, miraba el tráfico hasta que sonaba la alarma acústica y se arrancaba con decisión, descabalgándote un poco pero sólo un poco nada más. Cruzabais. Traspasáis el umbral del mundo con barandilla y os adentráis en parque desamparo.

Yo, que soy mucho de inventar historias, me creo que en un día pasado, él fue el garante de tus besos y ella la deudora de tu entraña y os amabais a tientas.
Imagino que esos diez años que os separan y que hoy apenas se notan perdidos entre todas vuestras arrugas, fueron un mundo en aquella España de los años 30. Que labrasteis el campo y la era y cuando labrasteis niños en la tripita pequeña de ella os vinisteis a Madrid a que les creciera un futuro a vuestros hijos.

Y me dibujo la imagen de vuestro puesto de tabaco, con cigarrillos liados y vuestro papel de morera, ganando lo justo para vivir lo justo y que los niños calzaran zapatos. Que discutís pero casi con afecto, como todas las parejas viejas para demostrarse el cariño. Regañar siempre sobre las mismas cosas implica que las has compartido mucho tiempo con alguien. Regañar es una forma de compañía, una conjugación de quererese.

Yo no sé si les encoge el miedo a la muerte o el miedo a la vida, pero ambos pasean encogidos, con el peso de quién sabe qué miserias sobre los hombros. Ahora que sois la pareja de viejecitos del barrio, como la gente os llama entre miradas condescendientes y ternura políticamente correcta (¿quién no sonreiría a un niño o un viejo?), ahora ya nadie os habla ni habláis con nadie.

Tú estás más cansado que ella, o soportas peor el volquete de los años. Ella te viste arreglado pero práctico. Botes de colonia de a litro y pantalones del 3x2, siempre limpio y con los pelos de las orejas y nariz recortados. Tú reniegas de tanto caso, aunque te morirías sin esa forma de compañía, ya tan traspasadas las fronteras. Con la vejez, a aquel amor tan claramente amante, a ese amor tan claramente joven se le han desdibujado los bordes y es un poco amor madre, un poco amor hermana, un poco amor hijo. Ella sabe que te quiere con todo lo de dentro, pero no sabe cómo.

Eludís los perros por impredecibles y tú les gritas “¡Chucho! ¡Chucho!” y te escandalizas con esta generación de tan poco respeto para con los mayores, como si no fuera una señal de identidad de cualquier generación preocuparse por lo vivo y no por lo muerto o casi. Ella te llama cascarrabias y tú la insultas con palabras recias que ella descascarilla en su oído y desmenuza hasta encontrar la ternura que has diseminado entre los vocablos. Cuando se tiene ya tan poco control de tu propio cuerpo, se acaba queriendo a golpes. Durante todo el camino él se queja y se queja y se queja. Ella aspira el aire de la mañana. Él, aunque ve, aunque oye, aunque siente, necesita del disfraz de ella para entender el mundo. La comida, los olores, tamizados por la criba de su mirada.

Ella le traduce la vida y le raciona las pastillas.

Os veo peasar cada mañana, yo anclado en mi caballete y mi pintura. Imagino que tenéis largas sobremesas jugando a las cartas con dos vasos de leche tibios y cuatro galletas, desgajando una baraja que ya lo ha dicho todo. Con su siete de bastos que le falta una punta, y su as de copas de mosaico descolorido por aquel día que se te cayó el buche de leche en el tapete.

A ella le encanta que le lean libros, pero ya no hay nieto que la tenga tanta paciencia. Se conforma con ver la novela de la tarde aunque sueña con las aventuras que como nadie escribía Alejandro Dumas, aunque nunca haya sabido de ese nombre. Las historias del libro rojo de su estantería que le regalaron una vez. Con epígrafes dorados y cubierta en pan de oro. Él se aferra al Niño de Marchena. A veces da palmas solo y se arranca por unos tanguitos irregulares, musitados. Da tres toques, dos ayes, menea la cabeza con la mirada perdida. “Ntchs”. A saber qué maravillas de qué lugares le atardecen por la cabeza, pero el caso es que siempre asoma una lágrima pequeñita y quieta que se encarama a su mejilla casi todo el día.
A él se le intuyen esos días plomizos porque se levanta de la cama hablándole a sus heridas. “Vaya, parece que no me vas a dejar tranquilo, hoy”. Solemne, en el desayuno, informa a los presentes de que va a cambiar el tiempo por cómo le duelen las articulaciones y las cicatrices, como si el chaparrón que arrecia desde ayer noche fuese un acontecer ajeno a él. Se mira muy despacio en el espejo, estirándose un poco la piel a ver si logra la proeza de reconocerse entre tanta arruga que le devuelve la mirada.

Ella se hace la permanente cada par de meses por pura necesidad. Les da una paga a sus nietos como el niño que regala a su primera novia su bolsa de canicas mágicas y suyas. Finge no saber el poco dinero que da. Pero no es poco. Es mucho. Es todo. Guarda una estampita en el cajón de la mesilla con el dolor de no haberla seguido como quiso, pero ese pinchazo la mantiene serena. Limpia los cachivaches de plata y organiza los marcos de las fotos cada poco tiempo, y los trata con largas miradas que traspasan los cristales y las imágenes y se baña en el olor a arcilla de cuando era joven y de piel intacta.

Yo les veo pasear cada mañana y se caminan por mi vera y ella me dice un solemne “Buenos días” sin echar siquiera una mirada al lienzo que perpetro diariamente. Les miro alejarse hasta el tercer banco del parque, el único que tiene sol y sombra a estas horas de la mañana, y si está ocupado él no quiere nada y no para de soltar retranca hasta que dan la vuelta, (“Buenas tardes”, por mi lado) y se vuelven a casa.

Un día no bajaron. Ni al otro tampoco, y al tercero bajó el sólo, y por el andamiaje de su ausencia supe que ya iba a ser así de aquí en adelante.

Ella se rompió en algún lugar de la tarde un miércoles, en la siesta, y él no deja de reprochárselo. Baja impolutamente arreglado ahora, como esperando que ella le mire desde allá y se sorprenda y él le diga “¿Ves? No era para tanto eso que hacías”. Habla con rencor hacia ella. Tanto rencor que uno se da cuenta de lo que ha podido llegar a quererla. Por cada “Y a cuento de qué te da por morirte”, se le entiende un “Cariño, ¿por qué no me avisaste para irnos juntos?”.

Pasa a mi lado sin saludar y se sienta en el banco que sea menos el tercero, aunque el sol le abrase el cuero cabelludo y le escueza. "Pues que escueza". Se siente infiel por usar bastón en vez de las manos de ella, pero lo cierto es que no hay mayor acto de amor en el mundo que el que acontece al acabar la tarde, cuando él calienta dos vasos de leche con sus cuatro galletas, pone dos pequeños manteles sobre la mesa, deja la merienda en medio y juega, sin un atisbo de emoción en la mirada, un amargo solitario.

Comentarios

Otoko ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Otoko ha dicho que…
Será que todos los viejecitos están cortados por un patrón similar, pero parecía que hablara de mis abuelos...

Ella siempre tan pendiente de él, como si se tratara de un pequeño indefenso. Él tan hombre de cara a la galería, pero en la intimidad era un ser frágil, como una marioneta cansada de luchar que sobrevivía por las manitas de la abuela que se aferraban a esos hilos. Él cada día refunfuñaba por esas bolitas de colores que tenía que tomar junto a las comidas, pero mi abuela se las seguía separando por cajitas con todo el mimo del mundo, sonriendo porque tenían esa discusión un día más. Él la sorprendía esos días que los dolores le daban tregua cantando como un pequeño ruiseñor y ella recordaba su lejana juventud cuando hacían el corrillo en su pueblo natal y él cantaba como nadie mientras ella bailaba para él, con el único objetivo de que se fijara en aquella pequeña que se desvivía por perderse en aquellos ojos azules...

... y tantas historias.

Pero, en este caso, es ella la que se ha quedado sola preparando mesa para dos entre lágrimas.


Y yo me voy antes de que asomen las mías.


Precioso, Orquesta Pelota.


P.D.: Siento el borrón (es que, es que, es que… se me ha escapado un dedo torpe antes de darle el visto bueno)
Doctor Krapp ha dicho que…
Llegará un día en que ya no pondrá el mantel, ni se molestará en arreglarse, ni sentarse en el banco, incluso ya no será esclavo de su recuerdo. La cercanía de su cita con la muerte ocupará toda su mente y a ella sacrificará incluso sus bellos recuerdos.
Belén Peralta ha dicho que…
Has hecho un relato maravilloso, preciso y precioso de una de las tantas parejas de ancianos que podemos ver.

Un retrato emocionante y bellísimo. Me ha encantado. Pero qué bien escribes, no me canso de decírtelo...

Besos,

B.

Popular Posts