Gentes Letargo



Con el ceño fruncido, paseaba su aburrimiento por entre las miradas perdidas de los viajeros. Ellos, habitantes de la prisa, siempre mirando hacia algo que a él se le escapaba. Un especie de paisaje secreto sólo para iniciados. Él los ve pasar uno tras otro con la extraña certeza de que tener un billete de avión con el destino escrito en letras capitulares no les hace saber a dónde van. Gente perdida que planifica por escalas su rendición.

La verdad es que estaba harto de ese trabajo. Siempre las misma sensación de partida que le atenazaba. Si lo pensaba bien, era natural, una cafetería de aeropuerto, una ciudad que no duerme, un persistente olor a plástico en la cabeza. Con el tiempo y la experiencia, había aprendido a disfrutar de la estética de las maletas y obviar todo lo accesorio, por ejemplo, a las personas. Acababa achacando a los dueños de las bolsas de viaje las características de las mismas: “Vaya pivón” – pensaba al ver rodar un trolley rojo Samsonite de cantos redondeados y contraste de azules en los cierres. “Con esas pintas, no te vas a comer un colín, chaval” - le decía a la bolsa de deportes imitación Puma que llevaba un quinceañero.

Ya no levantaba la vista a mirar a los portadores de las maletas. Se inclinaba por aquel aroma Cortázar que decía tú eres regalado para el cumpleaños del reloj. Es la maleta la que te guarda en un compartimento estrecho para llevar sus cosas en los viajes...

Lo único que animaba su ruina diaria, eran las gentes espera. Los que permanecían quietos, nerviosos, convulsos desde un principio, esperando algo que nunca parecía llegar. Las víctimas de un naufragio. Daban pasos cortos que retumbaban mucho, y miraban anhelantes los paneles, buscando la solución a su desdicha en las letras amarillas que rodaban hasta encontrar su sitio.

Muchas veces había completado las historias de esas gentes letargo.

Ese hombre, de estricto traje negro y casta raya diplomática espera a su amante… casada con marido insustancial pero buena gente… casi abandonado hasta que en el último momento tuvo la brillante idea de recordarle a sus esposa aquel primer beso en las barcas del retiro que acabó con sus huesos en el agua, torpes jovenzuelos… y ahora el abandonado es el amante, preso en el aeropuerto, esperando que sea la megafonía la que le anuncie el descalabro de un amor más que las tres horas de retraso que trae ella.



Esa señora, digna anciana, vieja de veras a pesar de lo alicatado de su sombra de ojos, teme y perdona por anticipado el olvido de sus nietos. Nadie va a ir a buscarla. Y ella espera. Aunque realmente le espera a él, no a su nieto, no, a ese Él que se le fue hace casi diez años y con quien había reñido más de cincuenta, aunque, claro, querido, a ti no te van a bajar de las alturas en avión, mejor me esperas que subo yo, estoy cansada, no creo que tarde mucho. Tú espera y deja de mirar los camisones de esas pazguatas angelitas.

Aquel chico de vestimenta impropia no esperaba a nadie. Esperaba algo, más bien. Esperaba una patria, huidor de la suya, esperaba una casa y un amigo, y una chilaba al acabar la tarde entre los sudores del noble trabajo. Esperaba con esa forma tan especial de añorar que es añorar lo que nunca se ha tenido, esperaba algo que le sacara de su súbito miedo, una condonación de fronteras, tal vez. Pasea por los pasillos del aeropuerto acumulando fuerza para salir al mundo, a la selva. Mientras permaneciera allí dentro, seguía siendo de alguna manera primera piedra de su casa, panadería de su barrio, joven rebelde de su familia.

Esa gente que esperaba lo que no iba a llegar, le conmovía especialmente. Con ellos siempre era más amable en el trato que con los demás. Si se acercaban a la zona que atendía él, le decía: -¿Desea un poco más de café, el señor? – para dar dignidad al amante adúltero abandonado. Le decía a la anciana abuela de consentidos nietos: - ¿Un chocolatito? – con cara pícara de conocer el secreto de su glotonería que ella tan bien guardaba en los caramelos del bolso. - ¿BO – CA – TA? – le hacía con las manos al hombre apátrida, con gestos ostensibles de merendola. Que la comida no habla idiomas, pensaba para sí.

Les intentaba dar el consuelo de lo pequeño a lo gigante de sus tristezas. Gentes derribo. Alardes del desencanto. Barcos atrapados en hielo antártico. Eso eran ellos.

Con todo, se aburría soberanamente.

Limpió la mesa que acababa de abandonar un ser pelirrojo y con pajarita, y cuando volvía hacia la barra cargado de suciedades, se quedó petrificado. Ella estaba sentada en una de las sillas del café, una silla de madera con pretensiones de antigualla, pero que en realidad no era más que mobiliario de franquicia. Ni siquiera la había visto llegar. Sobre la mesa rústica que parecía invitar a la caricia de sus vetas, descansaban unas revistas poniendo en serios apuros el equilibrio de un café, que se hacía fuerte en el lateral del tablero.

No estaba en su zona, no podía atenderla, y eso le agradaba porque le permitía mirarla sin que ella se diera cuenta. La observó minuciosamente, aplicando en cada detalle todo el peso de su vista. Él, tan proclive siempre a lo dramático, se dejó seducir de inmediato.

Era absurdo negarle su belleza. Llevaba el pelo largo y liso, aunque de tan liso notó que en realidad era rizado. Para hacerse una idea se la imaginó saliendo de la ducha, en un ambiente cargado de vapor, con los rizos naturales ganando fuerza a cada paso de puntillas por el suelo del baño. Decir color castaño o negro era, a todas luces, insuficiente. En general, los colores eran insuficientes para aquella mujer. Si se la miraba durante un buen rato daba la sensación de quedar el mundo como un fondo mal pintado en simulacros de blanco y negro. Mundo fotografía barata si estaba aquella mujer en el centro. Él pensó que sería más exacto decir que tenía su pelo regusto a corteza de olmo. A polvo de patio de colegio flotando al acabar las clases. A tarde en un barco de vela. Era además un pelo cargado de sexualidad, un descarado objeto de juegos de cama. Una invitación a taparse púdicamente los pechos con él y hacerse mujer irresistible..

Mientras atendía a una francesa con un perro calcomanía de su dueña, miró de reojo su frente, ese guiñol improvisado para la pantomima de sus cejas. “Esta mujer es de las que miden sus alegrías por las arruguitas que se le forman en la frente al sonreír”. Pestañas sostenidas de vuelos. De parpadeo lento. Irreal. Parecían una manera de dividir la vida en fotogramas.

Llevó el té limó en vaso plástico con hielos tres pogfavó a la francesa mientras se vengaba por distraer su atención poniéndole una tapa de aceitunas rancias y descoloridas. Dando un rodeo con la excusa de acercarse al baño, pasó por su lado mirándola a los ojos.

Por aquellos ojos, merecía la pena batirse. En duelo o en retirada, según los casos, pero batirse. Ella miraba aprendiendo de las cosas prohibidas. Seguramente sólo estaba hojeando los horóscopos para ajustarlos a sus expectativas del día, pero aquellos ojos merecían una primera edición de Dante. Un Romeo y Julieta incunable. Algo único y mítico creado para ella. Se echó jabón en las manos mientras se imaginaba mirado por ella, con resplandor y película velada por tanta luz detrás, como Kim Novak emergiendo de la nada en Vértigo. "Qué bonitos ojos de fogata melancólica", pensaba mientras se miraba las ojeras al espejo. Mirada de niña que no suelta su juguete. Mirada de niña que no suelta.

El camarero se seca las manos en el baño con papel higiénico y lo tira al suelo, mientras va pensando en la nariz de ella. Al salir se para. Vuelve dentro. Recoge el papel y lo echa púdicamente en una papelera y hace un gesto de saludo a la cámara del principio del pasillo. Por más que Fermín el segurata le diga que está caput, a él le encanta hacerlo. Desasosiega a los de las maletas, siempre hay alguno que se gira.

Estábamos en su nariz, piensa de repente al verla de nuevo. Naricilla de fauno travieso. Tímida, un poco. Un pecado mínimo. Preciosa. Un corte de la cara por el que merecía haber nacido Klimt, con los pómulos dulcemente marcados, y la barbilla interrogadora, puntiaguda, de cría curiosa. Se puso nervioso un rato imaginando escenas lascivas a ese respecto.

Mientras, ella pasaba las páginas de su revista con exquisita seguridad. Miraba de reojo a la alemana con sombrero de hongo que maldecía indescifrablemente, acompañada de una azafata de Lufthansa con cara de fingido disgusto. Metió la mano en el bolso donde rumiaba su móvil. Respondió nerviosa. Sonrisas. Colgó.

Él sintió una punzada al verla sonreír. “¿Cuándo vas a hacer algo para que me despierte de esta imagen perfecta de ti?”. Sin duda era lo más hermoso que tenía. La sonrisa crecida de esa boca amapola. Boca que infunde ternura, que se contonea juguetonamente al hablar, que se pasea pidiendo guerra, que la muerdan, que la besen, que la laman. Labios donde pasar el invierno. “Merecen figurar en las inscripciones de las estatuas”. “O entre las frases lapidarias”. “Yo morí por falta de aliento besando los labios de esta mujer”. Adjuntar foto.

Se maldijo por la posición en la que había quedado respecto a ella, porque no podía observar el resto de su cuerpo. Admirando su perfil de Victoria de Samotracia, dio por finalizado su examen. En general, era una mujer que exhalaba deleites. Tan cerca del deseo lascivo como del inventario de infancias. Mujer por la que perderse. De esas de las que uno lo quiere todo, hasta que lo abandonen, por sentir dolor de ella. Todo por poder decirle a esa mujer: “Cariño... tengo un hueco aquí, a mi lado, en el que me dueles...”. Mujer de inevitable vértigo de enamorarse, de imponer su rostro como una careta al resto de las mujeres.

Se decidió. Tenía que conocer a esa chica, mejor dicho, a ese catálogo de bellezas mínimas que se paseaba con vestido negro y paquetes con regalos. A apenas tres metros de ella, y mientras buscaba en su torpe cabeza las palabras con las que presentarse, le adelantó un chico alto, flaco, con prisa, que iba a buscarla. El beso que inventaron y la risa nerviosa que ella no pudo evitar, le convencieron de que no había sitio para él. Estuvieron un rato intercambiando regalos y golosinas, mientras el camarero se mustiaba en la barra y envejecía delante de los ojos de todos sin que nadie lo mirase.

Se levantaron.
Se fueron de la cafetería.
Remontaron el pasillo y salieron juntos al mundo.

El camarero quedó allí, quieto, nervioso, convulso, esperando algo que nunca iba a llegar. Víctima de un naufragio, dando pasos cortos que retumbaban mucho, y mirando anhelante los paneles, buscando la solución a su desdicha en las letras amarillas que rodaban hasta encontrar su sitio…

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
He llegado aquí de casualidad y no he podido evitar emocionarme con tanta sensibilidad, tanta belleza, tanta clarividencia. No he podido evitar preguntarme ¿quién eres?
Fauve, la petite sauvage ha dicho que…
Qué mala suerte tuvo.


Ella, claro.
Cristina Polidura Varela ha dicho que…
cai en este blog por casualidad y la historia es fascinante,me ha encantadoo!!!
Raquel ha dicho que…
Está usted dolorosamente desaparecido, Pelota.

Vuelva. Porfi.
Fauve, la petite sauvage ha dicho que…
Eso.
Genial también el dibujo de Troshinsky.

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