El lugar de las bandadas



Cuando Julia salió de la habitación vistiendo sólo la camiseta de él, Ernesto supo que había encontrado una definición precisa de la Belleza. Se la oyó trastear un poco por la nevera (los fulgores del sexo le daban un hambre terrible) y volvió a la cama masticando nueces y con los pezones levemente dibujados bajo la tela. Las piernas blancas y salvajes perdían consistencia con la luz mortecina que se colaba por las rendijas de la persiana, y ella movía rápido sus pies pequeños por el suelo de parquet como si fuera arena ardiente de playa.

Andaba semidesnuda por aquel cuarto extraño temiendo quemarse.

Ernesto se sintió incapaz de concretar si era guapa, pero con esa luz anaranjada del amanecer, hubiera querido penetrarla el resto del día para demostrarle la irrelevancia del tiempo cuando dos se dedican al vuelo. Querría haberla besado en la sombra de las piernas y notar como la habitación se iba decolorando y los muebles perdían sus límites. Ver cómo el borde de la cama se alejaba, se difuminaban las sábanas húmedas, y ella rehuía o buscaba la mordida de los muslos, la gramática del deseo. Esa forma de luz. Pero ya era tarde.

La butaca donde espera ahora la arrugada ropa que le disfraza a diario forma parte del mundo de lo tangible, donde todo pesa y huele y sabe. Ellos estaban en otro lugar hacía tan poco. Entonces se apoyaron el uno en el otro y así neutralizaron su propio peso. Sin palanca alguna los dedos de él fueron capaces de mover mundos en ella, que se aferraba a las nalgas de Ernesto con modos de batiente de ventana en plena tormenta.

Ernesto le olía el verano en la melena. Le trepaba valiente la balconada de sus pechos. La pretendía a arrebatos dulces, acaso tiernos, que a él no agradaban del todo, pero bueno. Él quisiera dejarse de ternuras y horadarla de piernas abiertas contra la pared, pero transige, no quiere asustar, quiere Julia para mañana y para pasado mañana, y equivoca sus dos remilgos de antiguas novias con la condición pretérita de las mujeres en la cama, y les atribuye un sexo peluche de mirar a los ojos y jugar a las canicas en el ombligo; un sexo inocuo y sin embestidas, a salvo de huracanes. Así que Ernesto sólo empuja suavito y se mueve en círculos pequeños para tocarle de puntillas los interiores que ella atesora. Hacerse nativo de su patria chica, pensaba.

Ella quiere más. Más. Pero pone caras de satisfacción. Andar desanimando al personal le ha parecido siempre feo, así que le atribuye buena voluntad y se consuela con que tiene un miembro decente, aunque sin mordiente y así apenas sirve de mucho. Ella engaña con esa cara de mujer interesante que calibra el balance de colores de un cuadro. Tiene cara de mujer compleja, esa alma simple. Ella le respira a la oreja a ver si le arranca la hoja de ruta y la lleva en volandas contra algo y le llama cosas sucias y pasajeras al oído que sólo sirven cuando sirven y todo lo demás es selva.

Pero el metódico Ernesto suave, gira, suave, gira, quiere Julia para mañana y para pasado, y no se deja llegar el animal y piensa en cosas del trabajo para que ella llegue antes que él al lugar de las bandadas.

Julia anda esperando los temblores de él para excitarse con ese rato de hombre despeinado, de muchacho vulnerable, de chaval canalla y ladrón, y correrse ella con sus inventos prohibidos. Finalmente ella se aplaca, decide que el vaso de su placer tiene trago suficiente y que no merece cansarse más; sale de él y se aprovecha de la condición mecánica del hombre, le acaricia rítmicamente, a sabiendas de que dos más dos igual a ración de temblores, y Ernesto mancha las sábanas cálidamente, con largura, moviendo tal vez de forma imperceptible las pestañas y la comisura. Una melancólica corrida, un triste derramarse, sintiéndose culpable por adelantarse en esa carrera que gana aquel que llega el último.

Ahoga sus humillaciones mínimas perdiendo su boca en aquella otra de ella, náufrago entre sus piernas, y Julia tiene (no finge) un humilde y piadoso orgasmo.

Y ya se giran a leer los jeroglíficos del gotelé del techo, ya menos conmovidos y molestos por el sudor que de repente todo lo empapa. Ambos buscan algo elegante dulce lascivo ingenioso justo hermoso que decir o que comentar pero sólo ríen nerviosos hasta que la tripita de Julia emite un alarido con aroma a abominable hombre de las nieves que hace de perfecto telón y le permite a Julia escaparse a la cocina a por algo de comer.

Y es entonces cuando Julia salió de la habitación vistiendo sólo la camiseta de él, y Ernesto supo que había encontrado una definición precisa de la Belleza. Pero tal vez era ya demasiado tarde, porque las palabras “debo irme” y “mañana madrugo” se hicieron pertinentes, y esas palabras nunca se hacen pertinentes si el engranaje del amor funciona, si se arranca esa máquina misteriosa de confundirnos y olvidarnos los términos que dirigen nuestras vidas. Y “dormir” “trabajar” “lado de la cama” o “se hizo tarde” pasan a formar parte de la memoria de los fracasos, de los amores muertos, de los globos pinchados y las cometas rotas. Cuando el amor funciona, las cosas suceden porque no pueden hacer otra cosa que suceder. El primer beso se confunde con el último y el día siguiente transitas entre las malezas de la oficina y miras a tus compañeros como a través de un inmenso acuario. Pasan a tu lado, y abren y cierran sus bocas, tal vez respiren, no lo sabes bien, pero tú les miras hipnotizado con tu mente patria en otra parte. Con tu cabeza pródiga en gilipolleces. Abierto al viento de la mañana.

Cuando el amor funciona uno deja de ser uno, y todos preguntan por el yo que eras antes. Los amigos se indignan. Los perros te ladran. Dejas de distinguir entre lo que creas y lo que destruyes.

Finalmente Julia se va, y no hay lugares a los que emplazarse otro día, ha sido sexo de muertos, no habrá más. Pasó el tiempo de las audacias. Eso ella lo sabe. Eso él lo teme. El caso es que ella, más bella de lo que ha sido nunca porque los amaneceres enaltecen, se despide con sonrisa de sátira traviesa y le abotona el desengaño con un cómplice “Te veo luego en la oficina”. Él la acompaña hasta la puerta con el resorte de la dignidad apagado, desnudo y con las zapatillas de dar vergüenza. Cándido la despide con un amago de chiste verde.

Así que allí queda Ernesto, con un escozor en la nuca y la vaga sensación de reproche de quien hizo algo malo sin querer. Con esa contenida rabia del niño que sigue manchando las sábanas mucho después de lo que le toca.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me encantga tu blog, pero mejoraría mucho si hicieses la letra más grande. Gracias y perdona mi intromisión
Anónimo ha dicho que…
Creo que he llegado aquí a través de 38 grados... Y he de decir... que me llamo Julia, aunque no soy la del relato, y lo he saboreado con una sonrisilla en la cara mientras leía.

La frase de "Náufrago entre sus Piernas" me ha encantado, así como la manera de describirla a ella.

Seguro que me paso más por aquí a leer.

Saludos.

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