Lejos de Ítacas


Recoloco los tirabuzones de tu pelo como una constelación perezosa que hubiera de perdurar sobre la almohada. Mientras amanece, pongo música y canturreo bajito en el idioma del fracaso que es la voz de Nina Simone. Abro las ventanas y todo parece entonces un poema de Tagore, con su luz escondida, su daño recoleto, con su palabra mágica y sus bancos de placita carentes de tiempo. Hay arena de playa dentro de los zapatos de estar por casa y el olor sexual de las tormentas me anda trepando por los brazos. Recojo el pantalón del pijama del suelo y me arrastro hasta el comedor, donde están las persianas de párpados pegados y la somnolienta alfombra. El simple sofá, que fue blanco y de oferta, es ahora un manual de los usos de la penumbra. Sobre la pared la realidad se desplaza en sombras de zootropo, y pasa muchas veces lo mismo, pero siempre con algo distinto.

Me asomo a la terraza.

Fuera, abajo, algunos ya se mueven camino al engaño de todos los días. Es gente como yo, que lejos de las Ítacas, ha elegido la conformidad de no moverse a cambio de tener una cierta sensación de movimiento. Gente que ha elegido ver documentales sobre viajes en globo en vez de elevarse. Es tan cómoda, la derrota… Jack Loussier da la bienvenida desde el equipo de música a este aroma de quimera muerta, con notas de Bach flotando confusamente con el polvo que suelta la estantería.

Sobre la mesa del estudio están los bosquejos y papeles y retazos de cuando prometía ser digna gárgola que protegiera la patria poesía. Los encontré ayer mientras recogía la habitación. Es curioso que los encuentre sin querer ahora cuando hace años me costó tanto encontrarlos. Luego pasó eso que los demás llaman “las cosas que pasan”. Me dejé atrapar por la estética del fracaso, por el olor a saliva de la comodidad. Los impertinentes ideales pasaron a dibujos difusos, apenas el trazo que queda en la arena tras el paso de la ola.

Es tan audaz este maldito tiempo que me ha acabado llenando de años. Coloco los versos de Dylan Thomas entre un libro de poesía japonesa y otro de Panero. Soy incapaz de ordenar la poesía por orden alfabético, sería como numerar mis entrañas. Mientras, en el dormitorio se oyen los ruidos animales del sueño, ella se ha dado la vuelta y debe andar recolocando una de sus piernas en mi lado del colchón. Qué placer tan oscuro es el rato de cama para uno cuando se son dos… Algunos pájaros comienzan a cantar las delicias prohibidas en las copas de los árboles. Yo no lo aprecio, las tejas de la vieja casa de dos pisos son su auditorio. Me entran ganas de meterme en la cama con ella y acurrucarme, sé que mi postura favorita es contigo. También me entran ganas de huir y no volver jamás… Lo maravilloso del amor es que en él no existe la contradicción. Tal vez, lo único que me salve sea esta manía mía de perdurar en ti, de ser los cuarenta ladrones de tu cueva del tesoro.

Pero silénciate ahora, que ya llega.

La veleta oxidada y opaca del edificio de enfrente comienza a ser territorio ocupado del amanecer. Crece, se dilata, se difumina, gana en forma y pierde en contenido, con un naranja pálido insólito que avanza. La frontera de la luz, la fiesta del fuego tranquilo, va ganando metros. Llega al suelo cruza la acera se asoma a las baldosas de mi terraza y me alcanza. Ya está aquí.

Bienvenido, nuevo día. Es la hora de alejarse del bosque salvaje de tu nombre, cariño. Besos, susurros rituales y te agarras a mi mano mirándome desde más allá del sueño, como si tuvieras entre manos algún tipo de ingenio medieval superlativo del que desconocieras su utilidad y manejo. Me reconoces poco a poco, me premias con caricias de ternura mansa. “Me voy a trabajar, amor”. Palabras inconexas te salen en esta hora, pero te entiendo tan bien… claro que voy a tener cuidado. No sé de dónde sacas, amor, esos labios de besos persistentes que saben a sirenas y a los adioses tempranos.

Me voy lento de allí. Salgo a la intemperie. Haz el favor de tratarme con tacto, mundo, soy una flor rara. Pero en la calle ya soy otro, una fiera más dirigiéndose a su engaño particular, tal vez observado desde la terraza por algún inmortal que sigue vivo, como todos antes de despedirnos del amor.

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