Primera vez



ESCRITOS A LA CARTA

Palabras propuestas:

-Hombría
-Rocambolesco
-Crepitar
-Funambulista
-Requiebro
-Voltereta
-Sudor


Tiempo:
1 hora


- Soy, tal vez, un poco personita vacua.

Se lo dijo mientras bajaban la ladera de la colina mínima que separaba el edificio de los chicos del internado de las chicas. A él le llegó con un cierto rumor a despedida o un regusto amargo, no supo bien, pero procuró ahuyentar el espanto y concentrarse en seguir el juego.

- Nadie así te definiría, ni aun teniendo los ojos de una estatua.

A ella le fascinaba la facilidad que había adquirido él para salir con bien de las frases más absurdas y rocambolescas. Para no romper las reglas, ella le dio un beso en la comisura de sus labios serios. Desde hacía ya varias semanas, dedicaba un rato cada noche a apuntar en su libreta roja vocablos con los que ponerle a prueba. Buscó otra manera de decirle lo que debía sin ponérselo fácil en exceso.

- Hoy acaba aquello que empezó como por arte de magia.

Una sombra cruzó el rostro de él. Las lágrimas estaban acechando, pensó. Y no debo no debo no debo no debo. Cuando lloro parezco un monstruo desmembrado buscando su laberinto. Para cuando había controlado su acceso de tristeza, ya habían pasado los cinco segundos pactados, y la rima llegó fuera de hora, vacía de premio.

- A partir de mañana se me va a llenar el estómago de nostalgia.

¡Qué inadecuado!, pensó. ¿El estómago? ¿No se me podía ocurrir otra cosa? Se me va a llenar la mirada de nostalgia… o el gesto… o la retina… o … ¿pero el estómago? Tengo que concentrarme o no voy a llegar a ninguna parte. Mientras tanto ella le había soltado la mano. Era estricta.

- Aunque por el nivel que demuestras, poco parece importarte.
- Cuando me dueles antes de irte, me olvido de mi palabra galantes.


Mmmmmmm, pensó ella. Y se arrimó un poco, brazo contra brazo.

- Si no te importa, quisiera por el prado caminar descalza
- Velaré tus zapatos y haré de tu sonrisa el estandarte de mi lanza.


Ella sonrió con humedad en los ojos. Qué barroco se ponía a veces, y cuánto lo iba a echar de menos. Ella, la fría e inaccesible Eva, la mujer recién llegada a ser mujer, ella que salía al mundo después de ocho años de internado, ya acabado el curso. Y prendada de un crío de Adán como éste, al que le sacaba un palmo, y que llevaba en sus manos las sandalias de ella como si fueran un pájaro malherido.

Se deslizó por la linde del camino para no rasguñar las plantas de sus pies e intentó imaginarse caminando por un hilo de funambulista, haciendo imposibles equilibrios, sujetándose al hombro de él cuando su tobillo le fallaba. Él avanzaba despacio a su lado, con la mirada fija en los piececitos pequeños de ella, esforzándose en caminar a ritmo e inspirar hombría.

- Preguntarte si me escribirás sería, quizás, una torpeza.
- De tanto añorarte, no habría papel que resistiera de mi pluma su fiereza.


Mierda, pensó ella. Tiene el día inspirado. A este paso me pierdo. No deberíamos haber empezado a jugar a ésto.

- Sé lo que piensas y pretendes. Te soy sincera, tus posibilidades son pocas.
- No me avergüenza pretenderte .Vayamos a sentarnos en aquellas rocas.


No fue premeditado, pero ella empezó a sentir una especie de vértigo confuso, como cuando daba volteretas y volteretas sobre la colchoneta con sus amigas hasta que caían rendidas unas sobre otras, riendo sin parar. Los pechos se le habían erizado y endurecido un tanto. La boca, reseca. Mejor no ir más lejos.

Se sentaron. Les separaba una montañita de musgo, que reflejaba mansamente los rayos de la tarde, como un caleidoscopio viejo y desganado.

- No soy una chica fácil ¿No creerás que vas a conseguir lo que te propones de veras?
- Nada intentaría si no te fueras. Ya que te vas, hagamos de esta última tarde, también, la primera.


Nueve meses de curso les contemplaban en aquellos veinte minutos libres que tenían al final del día, al atardecer, en el que se juntaban chicos y chicas. A él le quedaban aun tres cursos. A ella, ninguno. Deslizó una mano por las rodillas de ella. Mientras buscaba una palabra exótica con la que resistirse, él desabrochó con la otra (torpe, nervioso) su blusa.

- Nadie te ha dado permiso para cambiar los lugares de tu caricia.

Ella, mirando el horizonte distraída. Él, siguiendo hacia la sombra de la falda.

- Tratándose de tu cuerpo, mis manos sufren de avaricia.

Los dedos se perdieron allá debajo, en las alturas de la copas de sus piernas. Ella echó levemente la cabeza para atrás y procuró mantener los ojos abiertos, para no perderse, contando nubes, fingiendo normalidad a sus ojos. Aquello que sentía, lo sentía tan adentro… La mano de él era tierna, y erraba el lugar de la caricia, pero luego pensó que en eso de las caricias no deben existir los errores, porque su piel crepitaba y se estremecía sólo con el olor a sudor que había empezado a desprender él.

Con la voz entrecortada:

- Un verso brillante … exijo, o cerraré … mis … piernas al instante.

Él se acercó a su oído. Susurró lo siguiente:

- Te dejo en prenda mis dedos, ruinas de un deseo gigante.

Se recostaron y ella buscó asustada algún requiebro que supusiera un reto para él.

- Vas demasiado lejos.
- Si te incomoda, lo dejo.


Ella le acariciaba la espalda y él se estremecía como intentando salirse de su piel. Desmañadamente, le separó los muslos. Ella supo bajarle (un poco) los pantalones mientras él apartaba (un poco) el elástico de la braguita. A él le asustó aquella flor extraña. A ella le produjo curiosidad esa fiera sin melena.

- ¿Qué harías ahora mismo si te dijera que parases? – dijo aprendiendo a ser juguetona.
- Besarte rápido, para no dejarte acabar la frase…

Se puso encima de ella y el estallido fue casi inmediato. Él se entregó a temblores y sacudidas mientras ella le aferraba por la cintura. Se regaron de aquella ternura imprevista, ella no quiso explicarle que el juego era más largo y tal vez más hermoso, porque aquella era también su primera vez, y le parecía tan perfecta como esos músculos de las esculturas de Miguel Ángel que estudiaban en arte.

Él no tenía claro si había de pedir disculpas, pero se olvidó del mundo cuando se levantó y la vio a ella tumbada, con las piernas blancas estiradas sobre la hierba, la falda hermosamente arrugada, la blusa manchada y los pechos ladeados.

Sonó la sirena del internado de ella. Sonó el timbre del colegio de él. Se quitó la camiseta para que ella pudiera taparse con algo, ya se les ocurriría a ambos alguna explicación de camino a sus respectivos edificios. Ella se recolocó a una velocidad que a él le pareció inverosímil. La miró con la certeza amarga de las despedidas. Ya no la vería más. Quería guardar de ella justo ese momento en el que se cerraba la blusa, pero llegó tarde.

La chica le miraba incómoda, ya lista para la huída.

- Te he dado más de lo que debía- dijo ella- así que… adiós.

Esperó unos instantes la réplica. Nada. Aire manso. Para cuando él respondió, cauto, no quedaba ni la sombra de ella. Bajito, más para él, dijo la última rima que le dedicó nunca a una mujer:

- Ay, cómo duele, después de ser uno, volver a ser dos…

Comentarios

Belén Peralta ha dicho que…
"A partir de mañana se me va a llenar el estómago de nostalgia"...

Me ha encantado. Qué relato tan magnífico.

Besos,

B.

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