Contaba mi abuela... (I)



Contaba mi abuela, para no perderse, todos los cuadraditos de su “tarea”, como ella la llamaba.

Hacía punto. Y haciendo haciendo, se le habían formado surcos en los dedos y dioptrías en los ojos. En invierno, siempre compraba lana gordita y nos regalaba patucos con los que resbalar por el parquet y hacer carreras por los pasillos. Patucos gigantes cuando crecí y me quedé en mi 45 de pie, cuerpo desgarbado y sin lugar donde meter tanto brazo.

Mientas, mi abuelo escuchaba en su cabeza canciones de Farina. Y del niño de Marchena. Cada cuatro o cinco minutos daba una palmada hueca y musitaba en bajito un ¡ooole!, con la mirada clavada en los tiempos perdidos y la oreja plagada de toques nostálgicos.

Él tuvo, de siempre, los ojos mansos y ella miraba, de siempre, como árboles ardiendo.

Su rutina incluía paseo, partida de cartas diaria y misa de domingo. Ella no podía moverse bien, así que la veían por la tele y cuando llegaba la hora de darse la paz, el resto de la familia salíamos escopetados de la casa, ateos casi todos, y ellos se reían y nos abroncaban con la mirada.

Mi abuela intentaba siempre sus cosas conmigo. Cuando empezaban a cantar los parroquianos, ella me llamaba y me decía que por qué no me apuntaba a una de estas cosas, que con lo bien que tocaba la guitarra seguro que salía pronto en la tele, pero yo le decía que sólo tocaba para ligar con chicas, y que a lo mejor eso no estaba bien visto en la iglesia. Nos reíamos y la escena se repetía al domingo siguiente.

Por la tarde llegaba “el buchecito de café” con las dos galletas para cada uno al ritmo del silbido suave y constante de mi abuelo, que andaba despacito, mitad por años, mitad por pereza. Decía “fiuuuu fi fiiiú fí”, mientras se le oía acercarse. Nadie iba, por supuesto, a meterle prisa, muchos campos labrados a sus espaldas, demasiados jornales, y entre los ruidos que definen un hogar se grabó a fuego este silbido que se escuchaba cuando se acercaba mucho antes de que él asomara su nariz.

Jugaban a las cartas todas las tardes. Sin falta. Él adoraba el cinquillo. Ella el chinchón, o “mau-mau”, como lo llamaban en su tierra. Todas las tardes se turnaban e intentaban engañarse. “Hoy toca cinquillo” “Que nooooooo, qué cosas tienes, toca mau-mau” “Pero si ya jugamos ayer”, y con un enfado de mentira repartía las cartas del juego de ella.

Un día, mi abuelo, el roble, se empezó a sentir mal al levantarse. Poco después, en la madrugada, se nos murió en la ambulancia camino a quién sabe qué hospital desconsuelo. Pero yo creo que no era enfermedad lo que tenía sino ganas de descansar. Cuando alguien mantiene la piel morena durante años sin apenas salir de casa, significa que ha trabajado demasiado. Y él, tranquilo y escuchando sus cantecitos de Farina, se adelantó a quitarle las piedras del camino al bastón de mi abuela.

Todos lloramos mucho pero más mi abuela, que se me agarraba a la mano cuando mis padres se iban a hacer algún recado y lloraba conmigo cerca y los dos a solas, para no alertar a su hija, decía, que ya tenía bastantes preocupaciones. Pocos llantos tan dignos he conocido.

Las dinámicas en casa cambiaron. Todos seguíamos oyendo su silbido y sus pasos, y mirábamos al pasillo con la pasmosa fuerza de la rutina. A mi abuela se le apagaron los árboles encendidos de la mirada y caminaba más apoyada en el bastón que nunca. No volvió a coger una baraja de cartas. Y la galleta para el buche de café era una, no dos, descubrimos que la segunda no era para ella, sino para que el gamberro de mi abuelo tuviera tres y se guardara una para llevar algo en los bolsillos que echarle de comer a los pajaritos cuando salía a pasear con mi madre.

Durante unos meses, todo fue un poquito en blanco y negro. Y luego llegó el rodillo del tiempo.

Pasados ya tres años, entré una tarde en el cuarto de mi abuela, y la vi jugando un solitario. La imagen, grabada a fuego en mi cabeza, me retumbó durante años. Pero el caso es que me acerqué, ella tenía los ojos tiritando, se la notaba al límite de sus pequeñas fuerzas, con la boca sin color de llevarla apretada. Yo le pregunté por su juego favorito fingiendo naturalidad.

- ¿Qué abuela? ¿Te apetece que te gane unas partidas al mau-mau?

Y mi abuela, con la mirada mordida de dolor y la voz quebrada, musitó bajito:

- Mejor un cinquillo

Y empezó a repartir las cartas, algunas de ellas algo dobladas por la humedad de un par de lágrimas que no tuvieron la decencia de permanecer en el lugar que les correspondía…

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