Los nacimientos de Ernesto Corona



Se podría decir que Ernesto Corona nació torcido.

Pero no toda la culpa era suya.
Fue concebido con desgana, en el polvo semanal de un matrimonio que había incluido las cópulas entre el cambio de sábanas del viernes y el traje de vestir de los domingos. Ella no soportaba estar bajo él. Prefería sentarse encima suya a horcajadas y no tener que masticarle el aliento. Repasaba mentalmente las tareas pendientes hasta que sentía la respiración tajante de su hombre antes de vaciarse. Ahí agitaba la pelvis enérgicamente un rato hasta que le sentía ya calmado. El marido nunca fue muy imaginativo y prescindía de ternuras, apartándola con rudeza cuando acababa, antes de que le diera calor.

El niño vino al descuido, hijo de unos días en los que se creía que lavarse los sexos en una palangana tras el estallido servía para algo. Y para algo sirvió. El niño fue limpio hasta en el nacimiento. Ni una sola patada en ocho meses y medio de embarazo. Parecía muerto. Tanto que la madre no cayó en la cuenta de sus faltas hasta que el marido escupió un desaire un domingo tarde, viendo el partido. “Aparta de en medio, mujer. A este paso no te voy a poder ni sacar a la calle. Estás tan gorda como la Flori”.

La faena era mucha como para andar pendiente de algo todos los meses. Cómo iba a darse cuenta. Una no está para esas cosas. Vestía sólo por no ir con las vergüenzas al aire. Vestidos sin forma ni estampado, de espaldas a cualquier estética que los identificase. Sacos con costuras que bien podrían albergar dos mujeres. Lavarse la cara todos los días. Las orejas y el cuello, cada dos. Los peines, en otras casas. En la suya no. Cómo iba a darse cuenta…

Trabajó durante ocho meses y catorce días. El decimoquinto, parió, y en cama dos jornadas más, resangrándose el cuerpo. El nene no quiso salir y tardaron treinta horas en dar a luz un mojigato que apenas pesaba dos kilos trescientos. Mientras alumbraba, la mujer miraba a la matrona sudando rabia y desaguando miserias: “Este me la paga, por estas que me la paga”.

Ernesto no lloró. Ni tan siquiera cuando le dieron los azotes. Toda su vida le pasó lo mismo. Ante las situaciones nuevas, nunca sabía responder a la altura de las expectativas. Cuando quisieron ponerle el niño en brazos, la mujer lo rechazó de un grito “Anda, llévatelo de aquí que no lo quiero ni ver”. Y Ernesto sintió ya desde su nacimiento que habitaba en un lugar distinto al de su madre.

Su hombre, que esperaba fuera anticipando unos puros con sus compadres, mostró la sensibilidad de un fideo cuando vio a la criatura. “¿Y tanto grito pa’ esto?”. “¿Y qué esperabas, compadre?”, entre carcajadas, los vecinos de alumbramiento le palmeaban la espalda.

Y es que Ernesto era apenas.
Un niño sin más.
Nada guapo.
Carente de todo trazo de belleza.
Débil.
Un invento que no funciona.
Un juguete roto.
Un dialecto olvidado.

Como un laberinto sin monstruo.


Sujeto con alfileres al mundo y con su tacto de pluma, nadie esperó que el niño amaneciera al día siguiente. Parecía percibir la vida a ráfagas, respirando con intermitente dificultad, como si tuviera la boca cubierta con una tela. Una iluminada enfermera, de tanto dolerle los ojos de verle bordeando las malezas de la muerte, se decidió a juntarle con el bebé más hermoso nacido de madre en los últimos tiempos. Un mozo de los de presumir.

Entre las posesiones más hermosas con las que contó en su vida Ernesto, se encontró su hermano de cuna. A él se aferró esa noche, hermano prestado, patria efímera. Fue de su piel una calcomanía barata.

El chicarrón, simplemente, lo abrazó.
Y fue gracias a este calor, a este segundo nacimiento, que Ernesto pudo vivir sus días.

Comentarios

Jenofonte Perez ha dicho que…
ja

qué bueno volver a leerlo.
renaciendo también supongo.

salud!
Ouch.. esto duele.
Hermoso, sí; pero duele.

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