ITACARIO - Día 25

Itacario - Día 25

Volver a Granada es una forma de niñez. Es tercera patria: ni la nacida ni la elegida, sino la inevitable. Pocas horas antes de viajar dimos dos conciertos, uno al aire libre frente al Palacio (con el atípico I’ve Got You Under My Skin como improvisado final) y otro en el Museo, el segundo con el repertorio ajustado a la exposición. Me acordaba entonces de la frase de Drexler: “Los días raros son muchos, y los días buenos, raros”. Tocando a tres palmos de Caravaggio, Degas y Beckmann se tiene que admitir ese día como bueno. Viajar luego a Granada es doblar la apuesta...

La moqueta de mi habitación en el hotel era como una sopa juliana vista desde arriba: sobresalían volúmenes que ninguno de los tres días me atreví a averiguar qué realidad contenían. Por suerte el balcón daba a la Alhambra, y al mirarla la primera noche, después de un día de ensayos y tropezones burocráticos, pensaba en aquellas palabras casi visionarias de Augusto dos Anjos: «Compruebo / que la más alta expresión / del dolor / consiste esencialmente / en la alegría».


Hay una extraña alegría, casi impertinente, en la luz que ilumina los palacios nazaríes por la noche. Parece estar confesando los secretos de sus cúpulas de mocárabes en un dialecto de la luz que se ha perdido y nosotros sólo somos testigos de la sonrisa del agua, y no la entendemos. Como si aquellos muros y jardines no tuvieran factura humana, sino del agua. El mundo está lleno de arquitectos efímeros, de artistas que se han disfrazado de viento, de agua o de tiempo. Y así salen Victorias de Samotracia, esclavos de la piedra o una secuoya. José Watanabe lo contaba en El guardián del hielo:

El hielo empezó a derretirse
[...] Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.
 

En fin, supongo que en realidad todo es más sencillo y menos elevado: estoy cansado, suena Could We Survive en la habitación y te echo de menos. El resto es maleza.

Amanecí pronto, y puse Egyptian Fanstasy de Toussaint y la versión de Harry Connick Jr. de Thats A Plenty para ver si la extroversión tenía el detalle de aparecer. No hubo caso. Desayuné en el buffet libre de un cocinero que debía ser un adorador del salmón ahumado y salí hacia el Auditorio Manuel de Falla donde íbamos a tocar al día siguiente. Bon Iver y Michicant son una buena compañía para patear las ciudades donde vive la gente que huye del exceso provocado por la ciudad-monumento que las secuestra. En realidad hay dos Granadas y la segunda, la cotidiana y sin glamour, la que no mira al Darro ni suspira por los atardeceres del Albaicín, es como el antagonista de cualquier película de Paul Auster: menos bello y más decadente que el protagonista, pero infinitamente más cercano.

Qué extraños son los escenarios cuando nada te acompaña aparte de la madera. Una madriguera abandonada, me dijo una vez un pianista del circuito que está algo loco por tanta gira solo. Yo lo veo más como una especie de jardín domesticado donde los árboles han optado por crecer ordenadamente en horizontal hasta ofrecer un patrón de floración en forma de instrumentos. Los músicos sobre el escenario no son otra cosa que las flores exóticas y los frutos maduros de un domesticado jardín de las delicias. Me gustan los auditorios vacíos. Y más este, con las vistas que tiene desde el camerino. 

Tras el estudio acústico y las reuniones de organización me volví a la sala de ensayos para sumarme a la segunda parte. No iban bien, la verdad. El segundo movimiento de la séptima de Beethoven es una trampa, con una oscuridad terca en la marcha fúnebre que se evapora en un único segundo, un punto de inflexión musical cuando apenas han transcurrido tres minutos donde aparece todo lo bello que merece la pena en este mundo. Y pasa en un instante. Delicado y frágil. Construir el antes para ese después es complicado. Cambiamos a chelos a la derecha, y violas y violines segundos dentro, y todo pareció encajar un poco mejor.   

Por la noche paseé con Frederic y Martina por los jardines del Generalife, justo antes del estreno de Le nozze di Figaro en el Palacio de Carlos V. Hablamos un poco de música, aunque yo no tenía muchas ganas, y de Evocación de Albéniz, que parece describir estos jardines como si hubieran crecido extendiéndose tras el final de sus teclas. 


En realidad hay muchos compañeros de profesión por aquí estos días para ver la ópera de esta noche, algunos amigos y otros no tanto, y un calor insufrible como marea de fondo. Los cantantes sudaron y cantaron en la misma medida. Eran casi las dos de la mañana cuando acabó Figaro, con todavía 38ºC y de saldo final una raja en la tapa armónica del violín de Martina, por el calor.  Al terminar bajamos por la Cuesta del Rey Chico como niños hacia el recreo, y acabamos en el Sacromonte cerca de las tres de la mañana. Aquello parecía el cruce de Shibuya en hora punta. Qué aroma y qué febril la noche.   

Al día siguiente nos tocó a nosotros en el Manuel de Falla. Todo fue bien, y acabó con todo el mundo en pie, no creo que tanto por la orquesta como por ese final increíble y heroico que puso Beethoven ahí como si nadie estuviese mirando. Con todo, el mejor momento de toda la gira estuvo en la segunda parte del concierto. Yo quise entrar al patio de butacas una vez que todo estaba en orden, pero ya había empezado la sinfonía, así que Esperanza me llevó a la parte trasera del escenario, donde se sitúa el coro o el público según la situación. La zona tiene 350 butacas vacías y un telón semitransparente que te permite mirar el escenario sin que el público pueda verte a ti. Tras tantos días de travesía por el desfiladero aquella vista, íntima y secreta, fue un extraordinario regalo, mientras la orquesta tocaba Oblivion de Piazzolla. 

Y además pude poner las piernas en el asiento de delante.

 

Poco más. En el taxi camino al aeropuerto me asaltan las paranoias particulares y, no puedo evitarlo, siempre me creo alguien. La cámara imaginaria que me sigue a mí y a mi melancolía terca hacen un primer plano desconsuelo, como si fuera Bill Murray en el final de Lost In Translation, con Just Like Honey atropellándome y la intimidad del susurro, y la lágrima y la multitud alrededor. 

Pero llego al avión sin novedad, embarco y me diluyo mirando por la ventanilla durante el despegue, buscando nosequé, con las piernas arrugadas hasta que llegue a casa. How I wish, how I wish you were here... 




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