ITACARIO - Día 38


ITACARIO - Día 38

Aterricé en Palma pasadas las once y media. No me agrada viajar de noche a la isla, se pierde el momento único del zarpazo, cuando el avión llega al fin de la tierra y la costa se recorta drástica contra el Mediterráneo. Es una especie de avaricia marítima donde la arena, vista desde lo alto, es sólo un hilo beige y el azul un monstruo milenario que la cerca de forma incomprensible. En el camino me adormilaban las hélices del avión, tan pequeño, mientras revisaba ese poema de Vigilia en Cabo Sur, de Vicente Valero, del que te hablé la otra noche:

Hemos escrito, a ciegas, muchas veces,
un deseo en el muro de todos los deseos,
sólo para volver a celebrar el orden
incierto de los días [...]
Toco siempre la luz: el fondo ya reseco,
sucio, desposeído, de la luz. Pues yo espero,
algún día, poder cerrar los ojos
al muerto insobornable, difícil, que hay en mí,
poder decirle adiós, descansa en paz,
etcétera. Y abrir después una ventana
para que el viento pueda
desordenarlo todo nuevamente

Es curiosa esa nostalgia del viaje, ese echar de menos anticipadamente lo que todavía no sucede. Una especie de sucedáneo de la frase maravillosa con la que empieza el libro de Ted Chiang: «Recuerdo cuando tendrás un mes». Sí disfruté la parte final del viaje, cuando el vuelo nocturno convierte el aterrizaje en la visita a la ciudad guirnalda. La noche de octubre de Mallorca a la que aterricé olía a mayo en Madrid, pero con ese toque inconfundible a sal, brisa remota y ‘Round Midnight de Miles Davis. La salida de Madrid había sido accidentada, con una avería en el Metro incluida que casi arruina el principio de la gira y carreras por los pasillos del aeropuerto sin la épica de las películas. Marcharse así merece menos la pena. Supongo que por todo eso y porque ya acumulamos unos cuantos aviones encima se impuso una rápida retirada directa al hotel. Leí una vez una carta de Johannes Brahms en la que le confesaba a Clara Schumann que por el día era Johannes quien manejaba su cuerpo, pero que al caer la noche aparecía Brahmino, una versión de él digamos menos “acomodaticia”. Supongo que ir al hotel sin pararse a mirar el mar era lo mejor para mi Johannes, aunque se quejara Brahmino.

La agencia no parecía haber estado muy lúcida esta vez, y nos alojábamos lejos del centro, en la Cala Major, donde los trazos de la cotidianeidad se pierden por la termita turística. Sabes que desde hace mucho procuro dormir en otro hotel que no sea el del resto de los músicos del concierto. No es soberbia. Me permite un cierto desahogo, anonimato limitado y la libertad suficiente para dedicarme a deambular si se da el rato, como bien lo bautizaron Kim Novak y James Stewart en Vertigo. Así que acompañé al Belvedere a la orquesta, me aseguré de que conocían la planificación de la mañana siguiente y me desvencijé hacia mi hotel —a aquello no se le podía llamar pasear, era caerse hacia adelante—.

 


El chico de la recepción no hablaba ni una palabra de castellano, y apenas tres en inglés. Era alemán, y me pareció entenderle que el hotel solía estar íntegramente ocupado por alemanes. Estaba muy sorprendido de verme. También me señaló tres veces el cartel que prohibía bajar en bermudas a desayunar. Salí después de dejar el equipaje en la habitación a buscar un sitio donde cenar algo, porque no había comido desde el desayuno. En la máquina dispensadora del hotel quedaba una bolsa mínima de Lay’s y palitos salados, así que bajé la cuesta hacia la zona que parecía más urbanizada y comencé a buscar algo abierto en una avenida más ancha que el resto. Era la una de la mañana y What’s New? de George Benson y Roots Woman de Corey Harris parecían la única compañía. Aquello era una mezcla rural entre la mítica foto del 48 de Gottlieb de la calle 52 neoyorquina y la Cicely mañanera de Doctor en Alaska. Pasé una hora entre neones de peluquerías encendidos para nadie, carteles rojos sobre mandos a distancia y estudios de arquitectura con iluminación indirecta. No me crucé con absolutamente nadie ni pasó coche alguno.  

 


No quería volver a la habitación, no solo por hambre sino por impaciencia con el día, por disconformidad plena con esa mirada amodorrada con la rutina del viaje repetido. Y también por la cuesta, que estaba muy empinada. Al borde del hundimiento llegué a una esquina con un local abierto. El cartel decía “Nawaab Cafe”, con una frase babel por debajo, “Pakistani y indian cuisine”. No era prometedor, ni rastro de la nostalgia de Hopper en la ventana del bar, pero olía a mundo y a luz y a manos en la arena.
Me asomé.
Un hombre grande con camiseta de algodón y una sonrisa sin esquinas me abrió los brazos, mientras exclamaba:   

-¡Ooh! ¡Niño-hambriento! ¿Pollocurri?

Eran pasadas las dos de la mañana de un miércoles de octubre. No sé explicarte bien el calor y el refugio inmediato que que me otorgaron aquellas cuatro (¿o dos?) palabras. Pero lo cierto es que aquel niño-hambriento y pollo-curry me absolvieron. Del día, de las últimas semanas de pequeñas miserias y barro. Me senté absolutamente pleno y melancólico, estallado por dentro, en la calle bajo su ventana en una vieja silla de plástico con marca de cerveza, mientras el hombre de la sonrisa cocinaba de madrugada para mí. Yo miraba la Avinguda Joan Miró que parecía vivir con el asfalto virgen, como un decorado, e intuía la Cala Guix tras un edificio amarillo chillón y la noche, sin noticias de rumor de oleaje. El cocinero cantaba algo tierno y lejano, mientras el aroma del garam masala y el cardamomo me traspasaban y sonaba en los cascos Your Hand in Mine, de Explosions in the Sky. La felicidad es a veces extraña, incompleta, lúcida e incomprensible, como decía González Iglesias:

Existe
una felicidad libre de euforia,
una felicidad
sostenida de días, que suceden
sin sucederse, libres
de vértigo también,
una felicidad que no atrae
la atención de los dioses, porque apenas
es. Los que la transitan,
paso a paso, no notan el camino.
Una felicidad sin entusiasmo,
sin acontecimientos. El amor,
como el sol en la fronda, se difunde
humildemente.
Esos días el sueño significa
dormir, más que soñar. En sus dominios
nunca hay que levantarse a medianoche
para limpiar las sábanas de arena

Quise llamarte y decirte no sé qué. Compartir esa belleza insolente de la noche encontrada y la bondad sin el más mínimo aspaviento, casi endeble si quieres, contenida en una sonrisa. Quise contarte la luz en el paladar de la comida especiada, el placer del agua limpiando un sabor recién hecho que me ardía. Este placer minúsculo tan intenso. Nos despedimos con franca simpatía, sin una palabra, pasadas las tres de la mañana, y le dejé picando cilantro y cocinando curris de lentejas y korma. Se oía To Love Somebody por Nina Simone. Tardé media hora más en subir la loma que llegaba al hotel, tampoco tenía prisa. La noche era bellísima sin ninguna concreción a la que agarrarme. «Manhã, tão bonita manhã / De um dia feliz que chegou / O sol no céu surgiu. / Depois deste dia feliz / Não sei se outro dia haverá», me susurraba Astrud Gilberto. El alemán de la recepción sospechó de mí más que mirarme cuando llegué.


Al despertar al día siguiente resultó que la habitación daba a la luz sin memoria del Mediterráneo y al vértigo del agua. El amanecer parecía pintado por Lorrain. «Hay un fragmento de la mañana / en el museo de la escarcha», que decía Cohen. El concierto fue bien, y tras Mendelssohn, Haydn y Turina cerramos con aquella música de Morriconne de Cinema Paradiso donde Totó, ya con otros años y otra mirada, veía el montaje con todos los besos robados de su infancia en el cine. Pensé, y lo mantengo, que la magia y ternura, que la niñez de la noche anterior bien estaban a la altura de la escena.

Tu Brahmino 






Comentarios

Popular Posts