La Declaración



"Pertenezco a esa estirpe de parias desheredados que pueblan la tierra con gesto de derribo. Algunas cosas me pertenecen. Pero poca o ninguna importancia tienen, pues todo deja de importar cuando pasa a pertenecerte. Personas, no tengo a ninguna. Tuve pero ya no. No es que mi presencia sea desagradable o me sepa incapaz de reclutar con mis encantos a propias y ajenas. Es la pereza de preocuparse por alguien lo que me impide sentirme patria en ningún sitio.

Sincero si conviene. Si no, no. Interesado cuando me interesa. República feliz cuando consigo mis objetivos. Todo esto me define sin decir nada de mí. Me desagrada profundamente que me tilden de frívolo, pero dada la poca estima en la que tengo al género humano, es una molestia que suelo trasegar.

Incapaz de un gesto de cariño con aquel que lo espera. Incapaz de un gesto, realmente. Porque un gesto es una expectativa cumplida. No soy corredor de amores de fondo. Prefiero el viento en el rostro del sexo bien articulado. El olor a saliva me desagrada profundamente, al punto de sentirme incapaz de dormir tras los fluidos amorosos.

Me ducho de ellas, tras yacer con mujeres.

Intento que nadie albergue por mí esperanza alguna, y me retiro del tapete a la primera impresión de seña cómplice o trampa. Me arreglo con exactitud, no dando a entender que soy un preso del estilismo o un manso de la estética. No utilizo móvil, no por renuncia a una era tecnológica, sino porque no me gusta darme importancia. Quien compra un móvil lo hace más por sentir que está perdiendo una intimidad que antes de esa compra, no existía. Compras un pasado interesante. Eso, y que no valgo para dar seis veces a una tecla y que me escriban “besos” en vez de “ceros”, son motivos suficientes para que camine inmerso en la incomunicación por la ciudad.

Ya no acudo con regularidad, como hacía antaño, a los conciertos que manda la tradición y en los que transitaba cautelosamente por la senda del aburrimiento. No es que la música me resulte poco atractiva. Más bien al contrario; es el rito lo que me molestaba. Tanta gente que parece aplaudir no las notas que les fueron regaladas sino la ejecución de un frac con manos. No se aplaude la música. Se vitorea el hecho de hacerla sin equivocarse. No quiero formar parte de ese rebaño que aprecia como un hito la perfección. Que no valora el error como la principal fuente de aprendizaje. Una sociedad que aplaude el papel de regalo y el envoltorio perfectamente simétrico y obvia el contendido. Yo ahí no quiero figurar.

Eludo estar al tanto de las noticias del mundo, porque la hipocresía sin medida apenas me estimula. Creer que lo más importante del día ocurre entre 22 personajes y un balón que ni tan siquiera son capaces de dirigirse la palabra me resulta una ofensa a la inteligencia.

No soy íntegro. Y me parece una estupidez pretender serlo. Mantener intactos los valores propios durante largos periodos de tiempo es un síntoma de doble moral o inexistencia de ella. Hay que haber visto muy poco mundo para ser fiel a cualquier tipo de convicción. Valoro la mentira en tanto en cuanto es un acto de imaginación. La verdad, no tiene mérito, está al alcance de cualquier cretino. Es en la manera de pintar lo falso en lo que nos diferenciamos los hombres unos de otros…

Ojala pudiera ser creyente, pero para aquellos que utilizamos para algo el cerebro, nos resulta imposible. No por ello me siento hermanado con los que se definen orgullosamente como ateos, con ese deje de conmiseración para con los demás, con esa opulenta superioridad del “pues claro, yo ya desperté”… Es de imbéciles, esa falsa inmodestia. No encuentro sentido a esta alegría por la putada de la mortalidad del alma y la carne. No haber experimentado nunca el consuelo de la fe no representa para mí ningún motivo de orgullo. Más bien certifica una incapacidad, un miembro que me falta. Una tara genética.

Soy obstinado en los gustos gastronómicos. Pocas cosas me resultan apetecibles, y cuando lo hacen, paso largas temporadas sin cambiar de menú, pues considero que la valoración justa se produce con el tiempo, como aquel que observa a diario un Botticelli intentando hallar el secreto de sus relieves perfectos. A algunos esta repetición les parece una actitud neurótica, pero para mí la cocina es lo que más se acerca al arte. O al menos a mi concepto de ella, algo hecho para el disfrute de los sentidos por encima de condicionantes culturales o sociales. De un asado puede disfrutar el más analfabeto de los hombres. No necesita de 14 años de educación reglada para su aprecio.

Reniego de políticos. La política trata de generalidades que me considero incapaz de entender. Me declaro patrimonio personal de mí mismo y exijo que se respeten mis normas fundacionales y mi reserva sobre el derecho de admisión a mis alrededores. Nunca ejercí mi derecho al voto porque no considero un derecho nada de aquello que puedan quitarme tres fantoches firmando un papel. Nuestra vida se basa en una docena de derechos fundamentales que ningún gobierno tiene potestad de abolir o conceder. Son innatos. Nacer. Errar. Asumir. Envejecer. Crear. Destruir… Esos son nuestros principios fundamentales, aquellos que sólo dependen de nuestro capricho y concierto, porque eso es nuestra existencia, al fin y al cabo. Mero capricho. ¿Para qué preocuparse por los aconteceres de esta efímera Arcadia?

Así que les ruego, encarecidamente, que dejen de reclamarme de una vez esos “impuestos” que parece que debo a esta sociedad a la que ya no pertenezco. No me considero un habitante de ella y no estoy dispuesto a pagar la tasa de admisión que me solicitan. Pretender que frecuente un club que no me agrada es un mal negocio. Mi hacienda es mía y con mi pan la sustento. Dejen de pedirme que sustente la suya.

Un hipotético cordial saludo, para que entiendan que no pierdo las formas ni el respeto que un día sentí por ustedes y lo que representan."



- No me refería a esto exactamente cuando te hablé de “hacer la Declaración”, Ernesto. Hablaba de la de la Renta.- Su antiguo abogado sostenía la carta con aire de vaso a punto de derramarse.
- Eso que tienes en las manos es todo lo que voy a ofrecerles. Bastante es que haya consentido en venir.

Sin mayores ceremonias, Ernesto se levantó con agilidad de la silla y salió del despacho. Ernesto no vio como el abogado sacaba el ambientador y aplicaba una extensa dosis a la habitación para ocultar el mal olor. Tampoco vio como era discretamente escoltado por ese guarda de seguridad de la garita del bufete hasta la puerta, ni cómo hablaban entre susurros y cuchicheos a su paso el resto de administrativos. Desde la muerte de Ella, hacía un par de meses, la verdad es que Ernesto no veía nada. En la salida, plácido y servicial le esperaba un chucho cuidador del carro de supermercado que atesoraba todo su patrimonio. Se aferró con las dos manos a su caparazón de tortuga y se perdió calle abajo, arrastrando su carro, su perro, y una sombra de ruinas donde antes hubo un trabajo, una mujer, una casa… Recogió un par de cartones grandes en la parte de atrás del edificio de Hacienda y se perdió entre la muchedumbre, feliz de tener una vida que guardar entre esos cartones. Si no, qué desperdicio de material.

Y dobló la esquina, alejándose del albergue, sonriendo y pensando que a veces, las tragedias, nos devuelven más de lo que nos quitan…

Comentarios

Fauve, la petite sauvage ha dicho que…
Pero bueno, ¿tienes un blog y no me avisas? Me ha parecido tan mal que ni siquiera he leído ni este texto ni ninguno ni he mirado ninguna foto. Sé que lo haré después, pero no debería (por tu maldad y alevosía). Por ahora sólo te mando un pellizco y cien mil trillones de besos
Anónimo ha dicho que…
Hacía tiempo que quería leer un relato sobre la exclusión. Y mira por dónde, el azar virtual me lo ha ofrecido.

Me intrigaba constatar si siempre había un motivo para caer en ella.

¿Lo hay, siempre lo hay?

Esa declaración: ¿habría salido de una persona adaptada, simplemente después de una mala pasada del destino?

¿Se puede ser tanto uno mismo después de perder?

¿Y quiénes eran antes, cuando todavía jugaban a la confortabilidad de la integración?

El dolor no hace seres atípicos. No, nos los hace. Está comprobado. El dolor sume y postra, pero no surge nada de la indagación de ese dolor. Ni siquiera una rabia lúcida como la de este personaje. Ni siquiera ese desdén.

El relato es una descarga incluso para el lector más distraído. Y aunque tal vez diga algunas cosas consabidas (sobre todo la crítica al endémico adocenamiento de cualquier sociedad), las dice diferente, las dice magistralmente diferente.

Es posible regodearse en cada línea y volver a sentir el primer golpe. Y después los demás.

Cada línea es una incisión en la conciencia. En esa adormecida conciencia que acunamos todos los días, para sobrevivir alejados de la desesperación propia y ajena.
Anónimo ha dicho que…
Tener el valor de decir tantas verdades, aunque sea a traves de un relato. Y el tiempo, el ritmo, la fuerza, la palabra exacta, la vida interior contenida en ese desparramar de negaciones.
Decir que me encanto suena fuera de lugar. No digo nada. Sera suficiente.
Fauve, la petite sauvage ha dicho que…
Perdonado tras el coscorrón, diré que el relato es tan falso que ahí precisamente reside su enorme autenticidad.

Nunca he visto nada tan verdederamente mentiroso o tan falsamente verdadero como esto.

Admirable y precioso.

Enhorabuena.

Y muchos besos, besos y más besos, falsos pero verdaderos y auténticos; y ningún cero ni a la izquierda ni a la derecha.
Jon Doe ha dicho que…
(Más que) estimado (más que) Señor (menos que) Pelota:

no le conocía el texto, al personaje le supongo el apellido Corona, a usted profesarle mi admiración por encontrarle.

Ernesto me supone un rechazo y no. Una pena y no. Un yo y no.

Todo eso. Y más. Y no.

Reciba un cordial saludo.

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