Un merecido ascenso



Está en la misma esquina cada mañana, de lunes a viernes, de 08:30 a 18:30.
Bajita, de color látigo, …taypocos años pero muy mal llevados. Las manos flacas y en exceso desgastadas. Una especie de manta ecuatoriana llena de flecos que se arrolla a la cintura y la mirada profesionalmente triste.

Pide.

A eso se dedica, diez horas al día, menos los fines de semana. Pide con mirada perrito y se acurruca en su manta. La panadera de enfrente le regala cada mañana una napolitana de crema y cada tarde un donut de chocolate, con un afectuoso “Toooma, golosa, que eres una golosa”. Esther (que así se llama) sonríe con dientes picados y suspira un “gaccia señoda” de acento irreconocible y agradecimiento franco. Sonríe muy bonito, la verdad.

No usa cartel, ni de los ingeniosos, ni de los tradicionales ni de los de falta ortográfica. Para pedir usa la mano y los ojos. No hay ira ni enfado si eludes su presencia. No se incomoda si cambias de acera. No agrede con su actitud.

Un poco a la derecha hay una tienda de delicatessen, pero ahí Santi no da su brazo a torcer y no pasa de ceder una barra de pan de cuando en cuando. Y a desgana.

No fuma (eso que se ahorra) y mantiene bastante impoluto su rincón, aunque sus dos mochilas sucias y quejumbrosas contagian sus presencia a todo el espacio, y aquello parece sucio y quejumbroso, pero no es verdad. Tiene unas zapatillas blanquísimas, de marca, recién estrenadas que le dieron los del Sport Zone y relucen como un anuncio de dentífricos.

A muchos ya no nos pide, sabe que no hay caso, y sólo nos da los buenos días o las buenas tardes terriblemente formal. Sospecho que agradece de veras la mirada conocida y el sucedáneo de familia que le ofrecemos la vecindad habitual.

Cuando finaliza su jornada de trabajo, espera a que pase algún conocido para pedirle que le abra el cajero del BBVA de justo detrás. Los de la sucursal lo han intentado todo para que no acampe allí, pero poca salida tienen. No pueden cerrar el cuartito y dejar a todos sus clientes sin acceso, así que saben que de septiembre a marzo siempre aparece alguien que le pasa la tarjeta por la ranura a Esther para abrir la puerta, y ella duerme al calor extraño de la sala y a la nana continua del zumbido del cajero.

Se crea un extraño simulacro de intimidad en esa sala. Ninguno queremos mirar dentro porque es como si estuviéramos espiando en baño ajeno, y ella procura no molestar tumbándose discreta en una esquina con el logo del banco a contraluz y la foto impactante servida para quien la quiera.

Ayer, sin querer, la vi revolverse en el cajero y organizar sus cosas. Está embarazada, ya de mucho, un tripón enorme que sobresale un poco entre la manta y el cartón. Ahora me explico lo que le escuché una mañana a la farmaceútica, que le dijo que le pidiera lo que necesitara de ahí en adelante.

Los viernes, a las 18:31, recoge sus bártulos y se va a la estación de autobuses. Paga el euro y poco del viaje al centro y desaparece en el fondo del autobús verde. No la vemos en todo el fin de semana.

El lunes volverá, a eso de las 08:15, llegando siempre un cuarto de hora antes a su puesto de trabajo, como cualquier otro empleado formal del banco y que espera, pacientemente, un merecido ascenso.

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