árboles



Porque somos hombres
y no árboles,
caemos torpes y segados durante años
antes de conocer la forma de caminar.
Tal vez pudiéramos aprender,
como ellos,
a sujetarnos primero a la tierra
para luego crecer.
Pero somos estrictos buscando la contienda.
Exquisitos en la amargura.

Siempre dispuestos a practicar alguna forma elegante
de hacernos daño.

Tampoco sabemos trocar corcho seco por entrañas.
Nuestras heridas manan furiosas
y no con savia ingrávida y tranquila.
El viento no nos agita haciéndonos hermosos.
Somos hombres, no árboles.
Sin frutos de primavera.
Sin arte de la podredumbre.

El tiempo nos deteriora y nos niega
la pátina de la maravilla,
No nos hace majestuosos.
No nos brinda el secreto de la voltereta.

Si hallamos restos de plumas entre nuestro follaje
no es por ser Puerto Cobijo de
un ave del paraíso.
Es más bien pluma fracaso, pluma culta en
tinta oscuridad.

No permitimos los andamiajes improvisados
de los amantes, apoyados contra nosotros
cuando les ganan los anhelos de tornados íntimos.
No hilvanamos un ideal caligráfico para
alentar nuestros brotes.

Más bien, evitamos la lluvia.
Más bien, negamos el viento.

Crecemos,
en fin,
sin alardes ni hermosura alguna,
arrogados a nosotros mismos;

y caminamos con la desdicha exacta
de que sean las mentiras
(y no los mirlos)
aquellas que preñan nuestros brazos.

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