ciudad ayer




Soy frágil
porque el esplendor en la nieve
encorva mis piernas;
porque sostengo
esta miserable melancolía de avestruces,
que tanto pesa
por sus alas podridas sin viento.
También porque llevo encima
todo este miedo a que tomes mi mano
con la mística de los ídolos.
No tengo la codicia necesaria para ser joven.
Acepta este poco de nostalgia
que pretende ser como aquel último Machado
de los días azules y los soles de la infancia.
Acéptala y úsala como un bebedizo,
un veneno de Tristán
que ponga fin a las cosas
hermosas.
Porque yo nunca sé acabar nada.
Todo lo más, abandono.

Te mentiría si no te mintiera. Créeme.
Soy mejor en las mentiras
que te ofrezco
que en las verdades que pretendo.
Ya no entro en el motivo,
la profundidad o el sabor de las heridas de nadie,
ni tan siquiera tú:
que cada cual germine
su quemadura de lo umbrío como mejor pueda.

Toda tristeza es hermosa en la distancia.
Su estética de luz silvestre,
su capitel rodeado por la calima de la avaricia.
Voy a quedarme quieto.
Tantos años fui caballo salvaje,
creyendo devorar pasto y horizonte
y ahora me descubro
en la curva, infinita rienda,
de un plástico tiovivo.
Nunca estuve en otra parte.
Sólo que no fui lo suficientemente culto
para asumir tal conocimiento oceánico.

No soy ni faro de charco.
Han pasado los años, no me busques.
Caemos hacia delante, eso no es caminar.
No me pidas sonrisas de paseo marítimo.
Olvida Marzo.

Esto es Ciudad Ayer.
Y ya no hay rama que soporte mi peso.
Me queda el consuelo de que
nunca fundaría ciudad
sin el prestigio de la huida, así
que baja a puerto y súbete a otro barco.
Todos los que no son yo son otro barco.
Te miraré partir, Victoria de Samotracia
que nace en cualquier proa.
No alzaré la mano.

Tampoco duele, ya.
No abramos lo que no tiene puertas.
Vete. Te fuiste hace años sin palabras prendadas,
aunque partas ahora.
Yo me quedé, asquerosamente.
Sin tan siquiera la conciencia del abandono.
Pero hoy te lo digo.
Yo me quedo.

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