Cuadro 1: La ventana indiscreta




Lunes, 13 de noviembre
Ando un poco harto de esta lumbalgia o como quieran llamarla. Los relajantes musculares me tienen aquí tirado en la más absoluta abulia. Ni leo ni escribo ni veo películas de las que hacen pensar. Sólo miro cómo crece (o eso me parece) mi bonsái de olivo, con sus cuatro ramitas, en el pescante de mi ventana. Eso sí, llevo toda la mañana compadeciendo a dos pobres currantes que no hacen más que subir muebles al piso de enfrente; parece que tenemos nuevo inquilino.
Que eso sea lo más interesante que me ha ocurrido en el día me hace plantearme que la Indiscreta de Hitchcock está muy sobrevalorada. O que yo no soy James Stewart. Y de Grace Kelly ni hablamos, claro.

Miércoles, 15 de noviembre
Hoy, la nueva vecina (sí, es mujer) ha asomado el morro por su apartamento recién arreglado. Las descripciones siempre se me han dado mal, así que simplificaré: es de las que tienen gato. Malo.
[…]
Por la tarde ha venido Andrés, que se me ha ido más asustado de lo que ha venido cuando me he puesto a alabar el gusto mobiliario del diseño de interiores de la vecina. Me he echado unas buenas risas en cuanto se ha ido. Eso sí, se me han pasado en cuanto me he visto pasándomelo tan bien yo solo. Me preocupo por mí. Tengo que contármelo algún día.

Jueves, 16 de noviembre
[…]
El gato de la vecina me tiene frito. Le ha cogido cariño al bonsái de olivo y cada tarde se escapa de la casa de enfrente para husmearme de cerca. Lo dicho. Malo.

Sábado, 18 de noviembre
No deja de sorprender que mi nueva vecina tenga como mejor plan para un sábado quedarse leyendo y leyendo sentada es su butaca (una de un color verde botella, de orejas, raramente moderna para los años que debe tener). He intentado desentrañar el título del libro por la forma o el dibujo de la portada, pero entre que está a varios metros el otro edificio y que apenas hay luz a estas horas, no saco nada. Claro que podría encender la luz y coger los prismáticos del armario. Pero considero que eso es pasar un límite que prefiero mantener.

Una cosa más. Piernas fascinantes, de las que parecen descaradas por el mero hecho de no estar cubiertas de algo de tela. Sentada así, en su butaca verde, con el Häagen-Dazs deshelándose sobre la mesilla, con la bata floreada y las piernas desplegadas sobre el alféizar, no dejo de imaginarme a una diosa griega que se toma aquí sus vacaciones de la agotadora inmortalidad.

Tengo que ver más la tele.

Martes, 21 de noviembre
Creo que no es consciente de su belleza. Esta mañana, antes de irse a donde quiera que se vaya cada mañana pasadas las siete, se ha sentado frente al ventanal del comedor y la luz del amanecer le pintaba el rostro y difuminaba los contornos. Con los ojos cerrados (parecía) ha ejercido de planta, absorbiendo el sol anaranjado como mi bonsái de olivo, en camiseta y braguitas, incandescente toda ella.
Me da pena que esté tan sola, o al menos eso parece, pero no dejo de sentirme afortunado por disfrutar de ese momento íntimo con ella, como si fuera su novio y la viera desde la cama por el hueco entreabierto de la puerta.
Hacía años que no me levantaba tan pronto.
Y sin ser por motivos de trabajo, es la primera vez.
No la última, sospecho.

Jueves, 23 de noviembre
En vista de que mi diario ha pasado a ser un monográfico sobre ti, he decidido dejar de hablar en tercera persona y escribir como si hablase contigo.
Me fascinas, mujer que habita los enfrentes. Me tienes pegado a ti a todas horas del día. Me ha costado dios y ayuda convencer al médico de que aún estaba convaleciente para poder permanecer adherido al cristal, viendo como deshojas tus días. Me torturo pensando qué disco andas poniendo en el tocadiscos (¿quién usa tocadiscos hoy día, por favor?) y desespero al verte sonreír misteriosamente ante algo que no alcanzo a saber/oír/leer.
Te informo, aunque sea sin acuse de recibo, de que ayer tiré a la basura los prismáticos, para evitar tentaciones.
Decidí que tendría que hacer las cosas de otra manera.
Por eso, cuando colgaste el teléfono después de aquella conversación tan larga con quién sabe qué ingrato, y te pusiste a llorar… por eso, digo, dejé la luz de mi habitación encendida toda la noche.
Para que sepas que no andas sola.

Viernes, 24 de noviembre
Me excitas, querida. Esa sonrisa tan descarada que me calzas cuando hablas con yo qué sé quién, me excita. El vestido negro de ayer, con un escote que se presentía desde mi ventana, me tuvo en erección desde que te fuiste, a eso de las ocho hasta entradas las tres, hora en la que finalmente dejé el sofá desde el que te miro y cejé en mi empeño de verte llegar a casa antes de irme a dormir.
No, no te creas nada raro. No ejercía de novio celoso o mirón enfermizo y obsesionado.
Únicamente, me hacía ilusión verte llegar feliz un día.
Eso sí, estuve con tu gato, tan amigo de mi bonsái.
Le acaricié lo que se dejó y procuré olerle suavemente a ver si me llegaban las migajas de tu aroma.
No hubo caso.
Se escapó y descubrí algo aterrado que el gato parece mucho más hermoso cuando está entre tus manos.
Y recordé, también, que no me gustan los gatos.
Gustaban, perdona.

Domingo, 26 de noviembre
Creo que me has visto.
Estos días me he ido relajando cada vez más, como si esta confianza que me traigo para contigo fuera mutua. Y, tarde a tarde, me he preocupado menos de que no me vieras. Esta mañana me he levantado pronto y he ido haciendo mis rutinas habituales para verte desde hace unos días: prepararme un desayuno con leche fresca, pan con tomate y jamón y algún dulce. Sentarme cómodamente en el sofá para verte aparecer preciosa, como cada mañana, dándole palmaditas a tus legañas, tan dulcemente sexy paseando descalza. Como era pronto, ni tan siquiera he echado un vistazo a tu ventanal. En el momento en el que me he sentado delante de tu comedor, te he encontrado mirando hacia mi salón fijamente, con la ventana abierta, una camiseta demasiado ligera para tanto frío (creo que hasta he intuido tus pezones insinuados) y el pelo suelto. Muy seria.
Como era el amanecer, y estábamos en penumbra, no puedo asegurar que me hayas visto. No lo sé. Ahora te has ido. Tendré que esperar a que vuelvas para saber de qué va esto…

Domingo, 26 de noviembre (tarde)
Al llegar a casa de hacer la compra, único rato al día en el que salgo, me he encontrado en mi buzón una escueta nota, con una única palabra: “¿Cenamos?”

No sé si te vas a molestar, pero creo que no iré. No soportaría el hecho de que tú estuvieras cenando con alguien, aunque fuese conmigo, y yo no pudiera verlo desde mi ventana…

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