Botella con un velero adentro

Y un día, pasa el amor.
Y queda el corazón quebradizo como una cerilla recién quemada.
Negro. Amargo y mío. Solo mío que de nadie más.
Calcinado.
Hecho cachitos y sobrevolado de pavesas.

Pero fuera han ocurrido cosas.

Ocurre que amanecen los días sólo con un paisaje de arañas.
Y ocurre que nos levantamos de la cama con aliento a nieve podrida.
Las sábanas quedan frías y desafiantes.
Arrastramos la barriga contra la grava sin apenas daño.
El sujeto de tu desvelo es ahora sujeto de otro.
Pensar en ella es vestirse con ropa mojada.
O calzar zapato pequeño.

Y vulnerables, otra vez.

Un día, pasa el amor,
y uno aparenta la edad que siente.
Con ella se fueron los dialectos inventados para vuestra ternura,
los vocablos que creaste para nombrarla distinta.
Amor que ya no es bufanda, ni sirve, ni es.

Vuelves a sus imágenes
con la insistencia de quien se palpa con la lengua una herida de la boca
o una muela que le falta.
Y es que es eso, el amor.
Al final, es una muela que te falta.
Se convirtió con el pasar del tiempo
en un lugar común.
Un trozo de papel perdido en el suelo.
Un trazo de tiza negra en la pizarra negra.
Nada particularmente bello.
Una melancólica chapuza.

Con el paso de los días,
estrenas nuevos monstruos. Conoces
gentes que apenas te fascinan,
lo justo para ir amaneciendo
la infamia nuestra de cada día.
Y reniegas del amor.
Es la fragancia del mal.
La amapola en el confín de la taiga.
La estafa.

Un día, pasa el amor
y despacio, muy despacio,
comienzas a beneficiarte de tu nueva condición.
Ya nunca llegas tarde a ningún sitio.
Porque a ningún sitio has de ir.
Pasas las noches despierto urdiendo fantasmas.
No madrugas.
Ni trasnochas.
Ni existes demasiado.
Y los miedos ya no huelen tu miedo para saber si deben atacarte.
Y el odio, mitigado, pequeño. Casi rastrojo.
Odio piojo.
A la bombilla de tus rencores se le va gastando el filamento.
Quedamos como héroes inmóviles en un desván sin secretos.
Solos.

Y ocurre que poco a poco, renuncias.

No a nada en concreto.
Simplemente,
renuncias.

Sin suceso alguno.
Sin banda que lo celebre.
Sin discurso que emocione.
Yo, antigua marioneta del amor, presento mi renuncia.
Yo, espantapájaros diverso, claudico de todo lo bello.
Con fecha de ayer. Irrevocable.
Apátrida del amor.
Amor, ídolo de madera enterrado.

Y una mañana, siendo tú distante del que eras,
al mirarte al espejo como al descuido, te ves un brote.
Y con mirada de niño infinito, mimas a tu corazón y vas dándole calor a tus huesos,
como esas lentejas que plantábamos entre algodones cuando éramos pequeños.
Que mirábamos con vehemencia porque nos iba la vida en ello.

Y empezamos a fijarnos en los globos de las ferias.
En las risas de los críos.
En el antifaz de la mirada de alguien.
Y no molesta que nos salpiquen en las piscinas.
O fuera.
Y hacemos castillos en la arena.

Nos sentimos botella con un velero adentro.

Y allí quedas, de nuevo.
Expuesto. Oxidado.
Esperando a que ardas, te consumas.
Cedas.

Esperando a que, un día, pase el amor.

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