Marioneta de Odio



Hubo visita este domingo en casa.

No es que me incomoden especialmente las reuniones sociales, más bien al contrario, pero cada vez que viene alguien me descubro buscando excusas a media tarde para salir a fumarme el aire de la calle. Procuro encontrar una mentira útil, algo que tenga el sentido suficiente como para que no planeen dudas al respecto… la basura por ejemplo, que bien podría bajarla por la noche, pero que lo hago ahora para evitar olores en la cocina.

Así que, ya dispuesto a la intemperie, informo a todos los presentes de que regreso en un par de minutos. Anudo la bolsa y salgo de casa con la impresión de acudir a una primera cita muy anhelada, impaciente inexperto que se finge conocedor de todos los secretos.
Bajo las escaleras con ganas de vestir crines.
Abro la puerta con la impaciencia del que acaba de contar hasta cien al escondite.

La calle me parece de un seductor casi libertino. Tantos caminos que poder tomar… Hoy están precintados y a estrenar los adoquines. Paso de largo por el contenedor de basura y me dirijo a una plaza cercana donde día sí, día también, montan un pequeño escenario para actividades varias, llámese Teatralia, Músicas del mundo o El mimo dijo No.

La gente con la que me cruzo apenas me mira a la cara. Parece que hubieran salido a la calle con la bata de “odiar por casa” puesta. Lentos, con los pasos difuminados, imponen su paso por el empedrado casi con rabia por no volar, maldita condición pedestre.

Es extraño pero no me cruzo con ningún niño, aunque es hora de ello.

Al acercarme a la plaza oigo de lejos el inconfundible sonido de un micrófono, crepitando los silencios desagradablemente. En mitad del parque, en un pequeño teatro de marionetas, se ven evolucionar tres o cuatro figuras. Enfrente, todos los niños con los que no me he cruzado por el camino se agolpan para ver mejor la obra. Los padres, algo alejados, fingen indiferencia mientras pasan las hojas del periódico distraídamente, aunque no pueden dejar de evitar los vistazos al escenario con una media sonrisa.

Nada hay peor que sentir vergüenza por los brotes de la infancia…
A los que se nos han agostado las ganas de reír, un acto de esta envergadura nos supone tanto como una nevada en el colegio. Una luminosidad especial en la pelambre.

Me siento a ver la obra, aunque las palabras exactas de la escena no llegan a mí, como en un primer beso en el que uno sólo entiende lo que no se dice, sin vocablos concretos, y los labios son llamitas espantando letargos.

El maestro de marionetas apenas sabe hablar nuestro idioma, pero habla ese otro de la risa, y sin mucho esfuerzo, uno entiende que hay un dragón bueno al que un caballero malo hace hacer cosas feas. Llega una Señorita Andante que libera al dragón y da unos azotes en el culo al Príncipe Tonto. Bonito detalle.

Los bichos son bastante graciosos.
Olvido mi presencia…

Me descubro disfrutando como un niño abriendo plastilinas, con mi bolsa de basura en una mano y una fosforescencia especial en el ramaje de mi risa. Ahora querría tatuarme el nombre de cualquiera de esas marionetas en un brazo y pasear con orgullo su credo.

En un momento impreciso, me fijo en el fondo del teatro de marionetas. En el segundo término. Entre los trazos de pintura que aspiran a ser árboles, valles y castillos del lienzo del fondo, se halla, como una aparición, una marioneta perfectamente negra. Informe.



Una máscara blanca y desproporcionada, similar a las del teatro Nô, porta un gesto parecido al del Grito de Munch, con el dolor, la ira, la rabia ciega, prendida en la comisura de los labios. Las cuencas negras. Negra la boca. Más que cara es una herida abierta. En los límites de los labios están agarradas con fiereza las manos, intentando agrandar la boca, que es pequeña para tanto daño.

Sin articular palabra, la marioneta se hace ensordecedora.
La imagen es tan espectacular, tan desolada, que nadie parece darse cuenta.

Miro a mi alrededor intentando compartir el espanto con alguien, buscar un cierto remanso. Compañía. Pero los periódicos tienen exactamente las mismas páginas que antes de la aparición de la Marioneta de Odio. Sus hojas, repletas de nadas. El escenario ocupa lo mismo, no se derrumba por la termita del dolor, que acaba hundiendo todas las cosas.
Los niños siguen riendo sin fisuras, con la mirada intacta…

Espero a que acabe la obra con mi recién estrenada condición de hombre que vive sin colores. Aguardo en blanco y negro los aplausos de los pequeños. Aguanto el tipo, con mi bolsa de basura en una mano, hasta que la gente se va disipando.

Me acerco a maestro.

Le felicito, ofreciéndole mi mano que agarra con afecto. Yo diría que hasta sincero. En su sonrisa podría yo amanecer alguna mañana y no me faltaría espacio. Unas arrugas escalándole la frente. La nariz, ancha de oler mundo. Negro como un verso de Celaya. El cuerpo con la hechura de quien no ha disfrutado una sola navidad.

Un prodigio.

Con sus tres palabras y mis cuatro intenciones, logramos entendernos bastante bien durante un rato, hasta que le señalo la careta blanca de teatro Nô, la Marioneta de Odio. Reniega con la cabeza. No parece querer hablar de ello. Insisto. Me parece entenderle que es un recuerdo. Y luego sonríe mucho. Me lo repite. Recuerdo. Risa. ¿Un talismán de algún viaje divertido? No (con la cabeza y las manos). ¿Un recordatorio para los alegres? Me señala triunfante con su dedo por haberle captado tan rápido el sentido, que era difícil. Me pregunta que cuándo me di cuenta de ella. A la mitad de la obra, le digo y le gestualizo.

Me mira hasta agarrarme el esqueleto.

Me pide que le diga cómo termina la obra. O eso creo entender.

No lo sé. Perdí el hilo.
Sacude la cabeza.
Me dice que yo no necesito de ella.
Que es para los alegres.
Me da unas fuertes palmadas en la espalda. Me desea suerte.
Observo que no me envidia en absoluto.
Más bien al contrario.

El resto de la historia la completo yo, de vuelta a mi portal.
Un hombre alegre.
Que ha sufrido quién sabe qué dolores.
Que ha dolido lo indecible.
Pero que es un hombre alegre…

Ese hombre necesita que le recuerden la tragedia cada cierto tiempo, porque lo olvida. Porque es capaz de vivir sin tener la mirada fija en la marioneta de Odio. Por eso la porta como un estandarte de sus llagas. Ese hombre se olvida de sus penas.

Pero luego están los que son como yo, los hipnotizados por la marioneta… Los proclives a la tristeza, aunque ojalá pasara de largo por nuestra puerta. Los que encienden una chimenea y ya tiene paisaje que adorar el resto de la noche. Los que una lluvia en otoño significa el hogar.
Un diletante de la amargura.
Un aprendiz de viejo.
Un miserable muerto.

Todo eso lo digo yo. No lo dice él que sólo me sonrió y me dio palmadas en la espalda. Al llegar subo las escaleras y digo a todos que, finalmente, he vuelto con la basura a casa.

Nadie entiende la dimensión de mis palabras.
Sólo yo, que salí de casa caballo y he vuelto Marioneta de Odio…

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