La tarde imbatible

El jueves, sin ningún aviso previo, tuve la tarde libre.

Entiéndanme. No es que trabaje sin descanso, ni que mis obligaciones familiares me ocupen al completo. Como cualquiera, trabajo, leo, voy al cine, y, en definitiva, ahuyento las miserias de la rutina lo mejor que puedo… A lo que me refiero es que, por primera vez en varios meses, no tenía un lugar definido al que ir ni una hora a la que llegar a un determinado lugar. Podía aparcar la endemoniada prisa que me carcome las puntas de los dedos y dedicarme un rato a improvisar.

Madrid está realmente hermoso estos días. Este verano tan tímido está dejando entrever colores y aires que se te alojan en los ojos y nariz con ademán de quedarse. Un naranja intenso persiste en cubrir fachadas, tejas y antenas. Uno de los privilegios de esta ciudad está en levantar la mirada. Casi nadie lo hace, más allá de los turistas. Parece que la rutina nos pesara en la frente a los que vivimos aquí y nos obligara a mirar paisajes sólo por debajo de las suelas de nuestros zapatos. Un paisaje baldosa.

Así que mirar a las ventanas y las fachadas se convierte en todo un hallazgo, como quien mira un cuerpo desnudo en la oscuridad o halla una reliquia mítica.

Decidí pasearme por la Plaza de Oriente en mi rato libre.

Pasé antes por Méndez, una de esas librerías en las que te planteas llevar tus tres pertenencias y solicitar asilo o adopción. Charlo con los dos dueños mientras compro “Tarabas” de Roth y “Los alegres funerales de Alik” de Ulítskaya. Hablamos un rato sobre Perèc y Mäkine. Supongo que ninguno de los dos habrá dado jamás una conferencia, pero a mí me emociona profundamente la sabiduría anónima, la que nace sin pretensiones de sentar cátedra. Gente que se vuelve bella a base de no pretenderlo. Me siento un privilegiado al escucharles desgranar las delicias inteligentes de Perèc o la suave sensualidad siberiana que despliega Mäkine.

Continúo.

Me paso por la tienda del Teatro Real, que desde que ha cambiado de responsable se ha convertido en un buen lugar para comprar música. Practico esa sana costumbre de sentarme en suelo y revolver entre estanterías de discos hasta que encuentre un pespunte de belleza que me haga detenerme… un cuadro hermoso de Modigliani en la portada de un CD, un título sugerente para un recital (leo uno: “Lecciones de tinieblas”) o un concierto que llevo tiempo buscando. Se viene conmigo un disco de arias de Händel, porque sí. Porque en una tarde como esta nada puede salir mal.

Salgo.

Busco un lugar en la Plaza de Oriente donde sentarme que, obviamente, no esté destinado a tal efecto. Nada de bancos o terrazas. Un pedazo de césped a la sombra o una columna no transitada por los gatos.

Encuentro un buen lugar en la zona del parque de críos, que siempre es un sitio para admirar. No soy una persona especialmente melancólica o que se enternezca ante los lugares comunes, atardeceres, cuadros impresionistas, mujeres bellas. Pero cuando contemplo a los críos tengo una amarga sensación de alma robada. Como si no hubiera mayor rebeldía en el mundo que jugar a las chapas… Supongo que será por el hecho de verles vivir sólo para lo que hacen en ese momento. Cuando un niño juega, sólo juega. Su cabeza está en el lugar donde juega. Sus ojos en el objeto con el que juega. Su risa causada por el juego. No hay conciencia. Memoria.

Es de una sencillez que abruma.

En fin, que me tiro a hojear los libros en una zona ajardinada, a unos pocos pasos un grupo de jóvenes despidiendo, parece, a alguien muy querido. Hay muchos abrazos, mucho regalo y promesas de escribir. Objetivamente, debo doblarles la edad. Pero en los días malos les podría triplicar.

Pero es día bueno. La tarde huele a libro antiguo.

Los perros que pasan por allí parecen haber adquirido un compromiso de respeto y no entran en la zona, se hacen dueños de las estatuas y las miran como si les confesaran secretos en bajito. Curiosos, los perros. Parece que sacaran a pasear a sus dueños, y fueran éstos los que olisquearan los aromas de esta ciudad atravesada de zanjas.

Paso un rato leyendo las primeras páginas de los libros, averiguando el nombre del cuadro y el pintor que aparece en la carátula del disco, ya saben, recuperando esos pequeños placeres que dejamos a los pies de la cama como una corbata arrugada al levantarnos cada mañana.

Si hubiera de definirme de alguna forma, diría que me sentía cometa.

Los niños eligen sus juguetes en el parque. Ninguno es el columpio previsto para ellos. Brincan con el agua de la fuente, se abrazan a los árboles, persiguen a las palomas, se echan guerras de arena. Pero el tobogán con el cartel De 3 a 5 años yace muerto.

Al poco, un señor de mirada más oscura que su ropa, se sienta cerca de mí, aunque no tanto como para incomodar. A tres metros, o así.

Chaqueta pasada de tiempo (que no de moda, que esa es cíclica). Camisa que nadie se hubiera puesto a poco que se mirase en el espejo una mañana. Pantalones de falsa pana. Las manos mostrando el envés, como un ancla que arrastra.

Se sienta.
A los dos segundos se tumba boca abajo en el césped.
De inmediato, mansamente, se pone a llorar.
Está así cerca de media hora.
Ninguno de los presentes nos acercamos a él, aunque su pelo milagrosamente no se le resbala a la cara ni se moja.
Parece haber una mano invisible que le sujeta la cabeza y, supongo, lo que sea que tiene dentro del pecho, porque no parece desamparado en ningún momento.
Hipnótico, todos le miramos.
El llanto más digno que he visto en mi vida.

El atardecer indescifrable.
Los niños practicando la inocencia a mi espalda.
El hombre oscuro llorando.
Los chicos que se despiden.
Los juegos con el agua en la fuente.

Mi felicidad, lejos de disiparse, parece complementarse con esa tristeza súbita, como si hiciera falta ese espejo de crudeza para habilitarme los recovecos de la alegría.

Tras un rato, él para y yo me voy. Atrás queda la tarde imbatible.

Todo el camino de vuelta a casa ando pensando por qué, para una felicidad perfecta, para un momento tan intenso, necesitamos desesperadamente la presencia de unas gotas de tristeza...

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