Paraguas que ensucia la vida

La historia es infinitamente sencilla e infinitamente triste.

Daniel pasea por el campo en una tarde nublada de finales de septiembre. Ha pasado el resto del día en esa estúpida contienda que libra consigo mismo todos los domingos. Disfraces para despistar la ruina, malabarismos en una cuerda sobre el precipicio que representa la semana que viene.

Paseaba, pues, un tarde de domingo en concreto. Empezó a cruzar una arboleda de esas frágiles, de una textura inaudita, que parecen dibujadas sobre papel secante. Calza una mirada elocuente, de ojos muy abiertos, disfrutando de la presencia de la naturaleza. Se va colmando de las piezas secretas que definen este paisaje y se siente ingrávido y tolerante. Quererse ya no es una hazaña.

Camina a ritmo de pinceles observando sus alrededores. La vegetación se colma en haces repletos y los fragmentos de piedra raídos forman improvisadas pagodas de bichitos y palos. Un terreno inclinado desemboca en un claro de aspecto perezoso donde cualquera parecería importante. O al menos inexistente, que viene a ser lo mismo...

Un estuario.

En un instante impreciso, comienza a llover. No una lluvia torrencial, de buscar refugio y manos de fogata. Más bien una llovizna melancólica, de una arquitectura pura, con unas pocas gotas indagando la tierra. El aroma a letargo se difunde ladera abajo con un profundo sabor a labios fronterizos. Huele a melena de mujer sobre almohada. Las ramas más bajas de los árboles se llenan de humedades bellas y sólo se oye el beso inadecuado del agua sobre las rocas.

Daniel siente un intenso escalofrío. Le gusta la lluvia. Una especie de caricia mundana que se derrama para todos, sean seres hermosos o impúdicas hienas.
Le gusta desde bien pequeño, cuando no levantaba un palmo del suelo. Sucias las manos. Rotos los pantalones. Repleto de cardenales, pequeñas marcas de cuando vivía una vida sin barandillas. Y él bajo la lluvia.
En fin, podría concluirse que en ese momento en concreto, Daniel era feliz.
Cierto que la felicidad siempre ha sido un sentimiento algo nómada.
Pero era feliz.

La lluvia crece.
Se intensifica hasta la amargura.
Lluvia jauría.

Y aquí, sin advertencia previa, acontece la tragedia.

Daniel abre el paraguas.


Algo tan infinitamente sencillo.
Algo tan infinitamente triste.

En un acto reflejo, saca ese refugio de tela naranja de su bolsa y lo abre sin el menor asomo de duda. No piensa en metáforas coloristas. No piensa en nada.
Pasa así un tiempo. Con el paraguas naranja abierto y el alma cerrada, a salvo, intacta.

Llueve.

Cuando Daniel se da cuenta, se le hace un nudo en el estómago.
Comienza a pensar.
¿Desde cuándo no le gusta mojarse?
¿Desde cuándo esa tendencia a la guarida?
¿Qué otras cosas ha perdido sin darse cuenta?
Con la angustia del pintor que intenta sus últimos trazos acosado por una ceguera, el inventario de pérdidas va apareciendo frente a sus ojos.

Abre los paraguas cuando llueve.
Y corre con cuidado de no caerse.
Y no se siente ni inmortal ni invencible ni luminoso.
Habla con reservas.
No siempre dice lo que piensa.
Ni pretende besos inoportunos.
No pasea descalzo sobre la hierba mojada.
Ni levanta la mirada al cielo.
Ni le conmueve la palabra “intemperie”.
No recuerda el nombre de todos los mosqueteros.
Y se olvida de descalzarse en las playas.
No se emociona al volar una cometa.
Quizás ya no vuela cometas, no lo sabe.
No se apunta cosas en las manos.
No persigue una pelota que bota sin dueño en la calle.
No ríe sin motivo.
La nieve le incomoda.
Entiende el mecanismo que hace volar un globo.
...

Él deja de pensarlo pero podría seguir.
Enumerando las virtudes de su corazón cauterizado.
Todo bajo control.
Sólo siente algo de herrumbre en los dientes,
y la simiente amarga de las sienes gastadas.
Sólo este Mundo adormidera.

Un regusto a batalla perdida comienza a instalarse en su boca.
No puede ser.
Él que ha cuidado tanto el tacto de sus locuras...
Que se ha molestado tanto en huir de una vida calculada...

Un miedo tan intenso se desparrama por el cuerpo de Daniel.
¿Qué ha sido de todo eso?

Al final, la verdad se le aparece como un relámpago negro.
Es infinitamente sencillo
e infinitamente triste.
Daniel abre mucho los párpados, cicatrices, y por la herida abierta que son sus ojos, comienza a llorar mansamente.
Aquello que ha perdido es, sencillamente,
la infancia.


Daniel permanece en el campo un tiempo. Estatua al abandono.
Como un miembro amputado.
El paraguas naranja, Daniel y el cadáver de su infancia, regresan fríos a casa.
Como cada domingo.

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