Miguitas de tiempo

(

a mi abuela, pequeña, inmensa, preciosa...)
A veces, cuando freno mi rutinaria prisa hacia ninguna parte, veo a los viejos sentados en los bordes de los bancos, como haciendo peso para mantenerlos en el suelo y que no se echen a volar. Desmadejados, pisapapeles torpes, se colocan al borde de los listones, acurrucados en una esquina del asiento, y se asemejan a puentes de cuerda sobre un precipicio, que sobreviven por rutina e inercia, más que por la solidez de sus materiales.
A veces les veo echarle a miguitas su tiempo a las palomas, o agotarse la vida que les resta mirando el musgo de los árboles. No parecen hacer estas cosas por aprecio a ellas o por elogio del detalle o por amor a lo pequeño. Más bien es como si de su mirada sólo quedara una rendijita por la que mirar y pudieran contemplar únicamente lo que cabe en ella, una flor, una barandilla, una huella de zapato.
Se mueven despacito, vértigo de todo lo que acontece. Miran con gesto de desamparo. O de rabia. O de no me mires. O de rueda de molino de agua pasada. A veces se les ve en el metro intermitentes, sujetos a la barra del vagón luchando por inspirar respeto. Llevan un orgullo raído, con coderas, de segunda mano. Retazos de una dignidad remota. Deshecha a fuerza de remendarla.
Absurdos, casi.
Con su presencia tenue.
Con la estabilidad de un columpio entre críos.
Con una amargura sin dialectos, bruta.
Se convierten en escaparates de la envidia, mostradores del desencanto.
Asustados, agarrados a su bufanda que no calienta porque el frío es otro. Nunca ese para el que se han vestido.
El cuerpo, sumamente grávido. Tan insultantemente mezquino. Tan quebradizo.
Sus pasos son como norias, se mueven, trazan amplios dibujos en el aire, se alejan del suelo, para luego volver exactamente al mismo punto del que partieron. Andan, podría decirse, con caligrafía difusa, con la seguridad de un niño aprendiendo a mover el lápiz.
Caminan a garabatos.
Me cuentan, a veces, sus cosas, y a veces les miró a sus ojos de mirada sepia.
Desgranan la memoria con callada reverencia hacia su propia historia, como si el tiempo, el polvo y el olvido, la hubieran vuelto mítica.
Relevante.
Fascinados, relatan su miseria emocionados por haber formado parte de ella, porque mejor mísero que no, que nada.
“El día que fueron al arroyo” se convierte en “Aquel Día”, día del que debieron hablar los cronistas, las gentes, el mundo entero.
Sus risas.
Sus risas tienen los relieves desgastados de las catedrales antiguas. Dan testimonio. Allí vivió sus besos un viejo. En esa boca, hubo misterio.
Y más cosas que no se perciben por la negrura de los dientes que les faltan.
Ahora, te sostienen desafiantes la mirada aunque sepan que se les transparenta el pañal bajo el pantalón. Se indignan casi hasta las lágrimas cuando les ofreces tu sitio. O tal vez no. Quizá te imploran con sus gestos una tregua a tanto traqueteo del camino. O te censuran los besos públicos a tu amada porque se sienten excluidos de esta sencilla ternura, porque sus labios ya lacios ya vencidos, ya papel.
Habitan las ciudades sin prisa ni resuello, pero no porque les sobre el día (que les sobra) ni porque les falte la caricia (que les falta). Andan de a pequeños pasos para darles tiempo a sus zapatos de degullir tanto evento. Una piedra en el suelo se ha convertido en un suceso extraordinario. Un faro luminoso en el horizonte.
Más que andar por las calles, se despeñan por ellas.
Transidos de pena.
Hacinados de memoria, van, parecen, son, odres repletos de vino, que gotean recuerdos por las esquinas deshilachadas de sus manos.
Tan lúcidos cuando rememoran y mienten su pasado.
Al llegar a las escaleras mecánicas, aminoran su paso y se preparan para el momento más heroico del día: sumarse, por unos segundos, al ritmo de los demás. Ven pasar uno tras otro los escalones planos que luego se levantan y luego se vuelven planos, y les invade el remolino y no acaban de decidirse. Minutos incómodos. Gentes que no saben del peor miedo, el que se siente por lo cotidiano. Y se lanzan. Allá van. Y qué orgullo cuando el viento les mueve el pelo. Qué momento, cuando algo de fuera toca y mueve algo de un viejo.
Hace tanto que no van tan raudos como para que algo les mueva el pelo…
Mi abuela me dijo un día que dejara de mirarlos con lástima. Que dejara de compadecerme de sus achaques. Que no ignorara su condición de vieja. Ni que la llamara anciana. Somos viejos, me decía, y nos duele todo el cuerpo de haber vivido. Mi vida queda detrás. No delante. Me duele el pecho, las piernas, el corazón, tengo agujetas de la vida. Ni se te ocurra tenerme lástima.
Desde entonces, cada vez que paso al lado de un viejo, acelero mi paso. Redoblo mi prisa. Hago muestra de agilidad, ostentación de mi juventud. Subo los escalones de a dos o de a tres o de a siete. Corro. Empujo. Salto. Les hago ver su vejez. Hago acopio de vileza.
Y, de vez en cuando, en los días buenos, me da por acercarme a los parques a coger de la mano a los viejos, a levantarles de sus asientos y quedarme con ellos a contemplar, juntos, como los bancos liberados de su peso, sobrevuelan las copas de los árboles.

Comentarios

Popular Posts